29 de desembre, 2005

Zapatero y la historia

Existe un célebre documental donde Franco, una vez terminada la guerra, con el fin de hacer propaganda de cara a las potencias europeas extranjeras, hace una arenga en inglés sobre los principios fundamentales del nuevo régimen. El discurso termina con una proclama en la que el dictador, brazo en alto y con su ridícula voz de falsete, sintetiza su ideología en tres conceptos clave: “¡Family! ¡Country! ¡Religión! ¡Viva España!”.

La República, en efecto, había tocado todos los temas sagrados para la España eterna de la derecha. Había impulsado la incorporación de la mujer a la vida civil y el mundo del trabajo, había intentado reducir el poder de la Iglesia en la vida pública, había promovido un reconocimiento de las naciones históricas que emergían, después de largo tiempo de ocultación, en el seno del Estado. La guerra, pues, se hizo contra estas reformas, supuesta fuente de caos social; el franquismo había venido para restaurar el orden.

Zapatero, con más o menos consciencia, ha generado un paralelismo con la España de los años treinta. Ha tocado los ídolos preferidos de la derecha. Con la legalización del matrimonio homosexual ha disparado contra la línea de flotación del concepto conservador de la familia. Con la LOE, ha deshecho el proceso de re-confesionalización de la escuela que había emprendido el PP con la LOCE. Ha atentado contra la concepción nacionalista (española) de la unidad de la patria con la reforma sucesiva de varios Estatutos de autonomía.

La transición fue ambigua. Abrió la puerta al Estado de las autonomías, pero redactó el artículo 2 de la Constitución bajo la tutela de la cúpula militar franquista. Garantizó la aconfesionalidad del Estado, pero a cambio de un Concordato que sitúa a la Iglesia católica en una situación de preeminencia. Permitió la reincorporación de los perdedores de la guerra civil –PSOE, PCE, ERC, UDC, PNV, etc.- a la vida política a cambio de imponer la amnesia colectiva sobre la historia reciente.

Zapatero, sin salirse de los límites constitucionales, sin romper con el espíritu de la transición, intenta, con una mezcla de firmeza y talante, superar estas asignaturas pendientes de nuestra democracia. Busca la interpretación más laica posible del Concordato; explora la interpretación más federal posible de la Constitución; abre el debate sobre la memoria histórica sin revanchismo, pero dando a las víctimas de la guerra el reconocimiento que hasta ahora la democracia les había negado.

¿De la mano de quién lo hace? De la mano de misma mayoría que lideró la República y que perdió la guerra: socialistas, nacionalistas de izquierdas, comunistas, etc. Las fuerzas herederas de la República han vuelto al poder sin saltarse las reglas de la transición. Quienes en 1936 sí se saltó las reglas fue la derecha de entonces: montó una guerra y alcanzó el poder haciendo trampa. No aceptaban la legitimidad de aquella mayoría republicana.

Hoy, como entonces, tampoco aceptan la legitimidad de un gobierno de izquierdas, laico y federal. Esta vez, al menos, se han lanzado a una guerra sólo mediática, a base de calumnias y falsedades. Seria muy triste que la izquierda de hoy fuera desalojada del poder nuevamente a base de métodos deshonestos, y por los mismos motivos de antaño: family, country, religion.

Por suerte, la mentira de hoy no tiene nada que ver con el alzamiento de ayer. Pero ambos casos indican un desprecio profundo por la democracia. Por favor, no hagamos ninguna concesión política a aquellos que, para conseguir sus objetivos, se saltan las reglas del juego.


El Mundo Catalunya, 21 de desembre de 2005

Rajoy, deja la paja en paz

Sí, Mariano, sí, tiene Ud. razón. España es una Nación de ciudadanos libres e iguales. Pero resulta -¡ay, que mala suerte!- que entre los derechos de los ciudadanos está el derecho a su propia identidad lingüística, cultural y nacional. El derecho a identificarse con una nación cultural particular, con su memoria histórica, sus mitos y sus símbolos. Y que esta identificación, aun cuando viene predeterminada por el lugar o la familia de nacimiento, es libre y cada cual elige la que quiere, por suerte.

Olvida Ud. que este derecho -que yo prefiero pensar como un derecho individual, porque creo poco en los derechos colectivos, en los derechos de las naciones, como si de sujetos se tratara- es un derecho de ciudadanía que, aún siendo individual, se ejerce colectivamente, en comunidad, en grupo. Como ocurre con tantos derechos individuales, como el derecho de asociación o con tantos muchos sociales. Y por esto hay naciones (culturales) dentro del espacio cívico-democrático, en el seno de las cuales se ejerce este derecho de ciudadanía que es el derecho a la propia identidad.

Tiene Ud razón. Todos somos iguales. Pero a Uds. nunca les ha importado lo más mínimo la igualdad. Uds., con sus políticas fiscales regresivas, con su política educativa pensada para hacer de los colegios concertados refugios de las clases medias y medias altas, para evitar que se contaminen de los problemas educativos que provienen de la inmigración, con sus políticas de vivienda que han lanzado a la degradación los barrios más marginales de las urbes españolas, Uds. han hecho siempre todo lo que se les ha ocurrido para consolidar cuantas desigualdades injustas contaminan este país.

Lo que no puede ser es denunciar el nacionalismo catalán, vasco o gallego en nombre de la Nación cívica, y no denunciar el nacionalismo español que ha hecho sangrar este país durante siglos. Lo que no es decente es proclamarse anti-nacionalista, pero estar sólo en contra de un nacionalismo, el de los otros, y practicar el nacionalismo propio, el español, sin ningún tipo de vergüenza. Lo que no tiene nombre es apuntarse al “patriotismo constitucional” habermasiano y comportarse en las instituciones europeas como si de la reedición de la batalla de Breda se tratara, como hacía Aznar.

¿Será que el PSC -y con él una parte importante del PSOE- es el único partido no nacionalista de España? Los nacionalistas buscan modelos de Estado que no se corresponden ni con la letra ni con el espíritu de la Constitución. Los nacionalistas españoles pretenden un Estado centralista; los nacionalistas periféricos sueñan con un modelo confederal. Pero la Constitución, con el Estado de las Autonomías, abrió un horizonte federalizante, ni centralista ni confederal.

Por esto, el PSC se batió el cobre para que en el Estatut no figuraran ni los derechos históricos como fundamento de la soberanía, ni el concierto económico. Ambas propuestas eran propias de un confederalismo de lógica nacionalista, incompatible con nuestra inspiración federal y con el texto constitucional. De la misma manera que ahora nos batiremos el cobre para impedir que la modificación del Estatut en las Cortes responda a una interpretación nacionalista (española) -y en último término antidemocrática- de la Constitución.

Sr. Rajoy, deje por un tiempo en paz la paja en el ojo ajeno y preocúpese de la biga en el propio. Que encomendarse a la Nación de ciudadanos libres e iguales le sirva para sacudirse los kilos de nacionalismo español que impiden al PP despegar definitivamente al cielo democrático.


El Mundo Catalunya, 7 de desembre de 2005

El dilema del PP

¿Un suicidio político? Esto es lo que, a ojos de muchos, cometió ayer Mariano Rajoy con su declaración de que los populares no piensan apoyar en el Parlamento catalán la reforma del Estatut. Apenas unos días antes, el líder del PP catalán, Josep Piqué, había mostrado su predisposición a apoyar el Estatut si queda redactado en los términos del voto particular que el PSC ha presentado a la Proposición de Ley. Contradicción manifiesta, por lo tanto, entre el líder nacional, con Acebes y Aznar de apuntadores, y el líder regional.

El voto particular del PSC propone reducir a tres las competencias a transferir por medio del artículo 150.2 de la Constitución, deja en dos las Leyes Orgánicas a reformar en paralelo a la tramitación del Estatut en las Cortes, y elimina las inconstitucionalidades en el título relativo a las competencias. Rajoy ha declarado que no apoyará el Estatuto por ser “radicalmente contrario a la Constitución” puesto que, según él, “divide España en varias naciones”, propone un “modelo de financiación bilateral”, “incluye el artículo 150.2 de la Constitución en el Estatuto”, o “modifica leyes orgánicas del Estado”. Se sobreentiende, por tanto, que el PP no acepta el Estatut ni en el caso de que se apruebe con las modificaciones propuestas por el PSC para garantizar la plena constitucionalidad del texto.

A penas unas horas tardó CiU, esta vez por boca de Durán y Lleida, en declarar que en ningún caso piensa aprobar el Estatut si se reformula de acuerdo con el voto particular del PSC. Lo que es el máximo aceptable para Piqué, pero un máximo inaceptable para Rajoy, es un mínimo insuficiente para el partido de Mas. Perfecta coordinación –implícita- entre la línea dura del PP y CiU para impedir que el proceso estatutario salga adelante. Al mismo tiempo, si el PP rechaza el Estatut con el argumento de que supera con creces la Constitución ¿qué argumentos le quedan ya a CiU para no apoyarlo?

Rajoy busca desgastar a Zapatero con su rechazo a la reforma que impulsa el Parlamento catalán. Parece que el ala dura popular está persuadida de que, con un rechazo del PP, en el PSOE se acentuarán las contradicciones internas entre los federalistas, encabezados por el propio Zapatero, y aquellos que como Guerra, Ibarra o Chaves ven el proceso catalán con reticencias. Si el PP ataca con dureza, las tensiones en el PSOE pueden acabar por ser insoportables y, a la postre, puede que el Estatut -tal y como venga de Catalunya, con el necesario apoyo de CiU y ERC- acabe por ser rechazado en el Congreso. Un fracaso del Estatut sería, para el ala dura del PP, un fracaso no sólo de Maragall sino de la España federal de Zapatero.

Sin embargo, ante esta ofensiva del PP, Zapatero lo tiene relativamente fácil: se trata de aguantar la presión y de garantizar la cohesión interna del PSOE, al mismo tiempo que deja en manos del PSC la garantía de la total constitucionalidad del texto. En cambio, puede que para el PP esta estrategia de derribo tenga un coste político incalculable. Alejar al PP catalán del consenso estatutario es esquilmar dramáticamente sus expectativas electorales en Catalunya. Con CiU en la oposición y en horas bajas, esta era para Piqué la ocasión para asalto al electorado de CiU más conservador y más moderadamente nacionalista. Un buen bocado, sin duda.


Hay una pregunta que debería repetirse Rajoy: ¿puede el PP volver a ganar cómodamente en España sin resolver, de una vez por todas, el agujero electoral que tiene en Catalunya? Si la respuesta es no, han errado clamorosamente el tiro.
El Mundo Catalunya

Un dilema histórico para el PSOE

En cuanto el tripartito catalán ha hecho pública su propuesta de financiación, se ha abierto la caja de los truenos. La respuesta del gobierno fue dual: por boca del vice-presidente económico se mostró cierta disposición a estudiarla, por boca de la vice-presidenta se expresó un claro desacuerdo inicial. Por el lado de los barones autonómicos del PSOE, ha habido de todo; alguno, incluso, ha elegido el insulto como registro literario para valorar la propuesta.

Tiempo tendremos para demostrar, en próximas columnas, que todos y cada uno de los puntos de desacuerdo tienen solución. Pero hoy no nos queremos centrar en los detalles de esta negociación, sino en el contexto político en el que se desarrolla. El PSOE, y a su frente Zapatero, están ante una decisión de una envergadura histórica que todos deberíamos ser capaces de reconocer.

Si el PSOE no es capaz de dar satisfacción a la propuesta del tripartito catalán –que en ningún caso es un trágala, sino una base para negociar- pondrá al PSC en una tesitura política muy difícil de cara al futuro inmediato. Maragall se lo ha jugado todo en este asunto, y un “niet” de Madrid sería letal para él, para su partido y, de manera inevitable, para el Govern.

Así las cosas, muy probablemente quien sufriría un mayor castigo electoral, en las siguientes elecciones autonómicas, sería el PSC. Lo cual podría dejar el Parlamento catalán en manos de una mayoría de nacionalistas de derechas e independentistas de izquierda, ERC y CiU. Una mayoría que podría durar mucho rato. Porque ERC ha sido muy clara en su apuesta por el federalismo del PSOE: la contemplan como una opción instrumental, a la que serán leales exclusivamente en función de los resultados que proporcione para Catalunya, pero no de manera incondicional.


¿Quién nos puede asegurar que la deriva más lógica de un hipotético gobierno de ERC y CIU, que tiene en el soberanismo su denominador común, no será intentar tirar adelante un “plan Ibarretxe” a la catalana, con su filosofía medio confederal, medio independentista?

Dicho en plata, la cosa puede ir por pares. Los vascos llevan tiempo, desde el 14-M, mirando de reojo la “vía catalana” de reforma del Estatut. Si sale bien, es muy probable que esta pase a ser su referencia básica para encauzar el problema político en el que están metidos. En cambio, si el modelo catalán fracasa por un exceso de inflexibilidad del PSOE, la cosa será al revés: serán los catalanes (ERC y CIU) los que muy probablemente se apunten al modelo vasco, en versión “plan Ibarretxe”, que a su tiempo podría perfectamente ser desempolvado del cajón en el que hoy está metido. No olvidemos que PNV-EA-EB-Aralar-PCTV harían una clara mayoría en Vitoria.

Que la cosa va por pares quiere decir que en España, en breve, podemos encontrarnos o bien con dos “vías catalanas”, la catalana y la vasca, o bien con dos “planes Ibarretxe”, el vasco y el catalán. ¿Qué le es más difícil al PSOE, gestionar una propuesta de financiación como la catalana, que puede parecer costosa a corto plazo, pero a medio plazo resuelve un problema histórico? ¿O rechazarla, para evitarse un problema a corto plazo, pero generando a medio plazo uno mucho mayor?

Si abordamos el asunto con auténtica visión histórica, con altura de miras, la respuesta está clara. Lo que propone el tripartito catalán es federalismo (fiscal) en estado puro. Ni más ni menos. Ocurre, sin embargo, que en España el federalismo suena siempre a otra cosa. Es un problema de oída, para el que seguro que habrá pronta solución.

El Mundo Catalunya

Carta abierta a algunos amigos inquietos

Queridos amigos:

He visto vuestro nombre entre los firmantes del Manifiesto de los intelectuales preocupados por la supuesta deriva nacionalista del actual gobierno de izquierdas de la Generalitat. Celebraré siempre cualquier iniciativa que contribuya a promover el debate público sobre un asunto fundamental para la vida política de cualquier sociedad, como es la cuestión de la relación entre ciudadanía e identidad, a menudo confusa y difícil. Permitidme, sin embargo, que discrepe también públicamente de varias de las afirmaciones que hacéis en vuestro Manifiesto, que a muchos nos han parecido, sinceramente, poco acordes con la realidad.

1. Decís que con al cambio político en Catalunya no hemos ganado mucho, porque simplemente hemos pasado del nacionalismo de derechas a un nuevo nacionalismo de izquierdas, en el que quedaría incluido el propio PSC. “Todo parece indicar –escribís- que, al elegir como principal tarea política la redacción de un nuevo Estatuto para Catalunya, los símbolos han desplazado una vez más las necesidades.” Creéis, entiendo, que hemos abandonado el deber prioritario de un gobierno de izquierdas, la garantía y la promoción de los derechos sociales, en favor de las cuestiones identitarias.

Sin embargo, a nadie se le escapa que en el centro del debate del Estatut está la reforma de la financiación de la Generalitat. Y a nadie se le escapa, tampoco, que la debilidad de las políticas sociales del Estado del bienestar catalán se debe, no exclusivamente pero si en muy buena medida, al déficit de financiación que sufre la Administración catalana. También a un modelo social conservador que ha presidido las políticas públicas del nacionalismo reinante durante dos décadas. Por cierto que los presupuestos de la Generalitat para el año 2005 –a fin de cuentas, es en el presupuesto donde mejor quedan plasmadas las prioridades políticas- supusieron un espectacular aumento de la inversión pública del 65% en relación al año anterior, la mayor parte de la cual está destinada a equipamientos sociales. Es el mayor incremento en 25 años de autonomía.

Pero todo ello no quita que la mejora de la financiación no sea una condición, si no suficiente, si completamente necesaria para un verdadero fortalecimiento de los derechos sociales de los ciudadanos de Catalunya. Por esto, me parece incomprensible que apeléis a determinados sectores de la ciudadanía de Catalunya -esto es, aquellos catalanes que menos se identifican con el debate identitario, como por ejemplo los votantes socialistas del cinturón barcelonés- a rebelarse contra la deriva nacionalista del govern, si como prueba máxima de tal deriva ponéis la redacción del nuevo Estatut. Porque, precisamente, los más beneficiados de la mejora de la financiación serán estos ciudadanos: aquellos que verán garantizada su igualdad de oportunidades en mayor medida como mayor calidad ofrezcan los servicios públicos catalanes.

Sin duda, estos catalanes quieren que el sistema de financiación del Estado sea un sistema solidario. Y los partidos de la izquierda catalana también. Pero que el sistema de financiación de las CCAA españolas sea solidario no quita que sea justo. Y hasta ahora no lo era. Es razonable que el conjunto de los ciudadanos de Catalunya pague más impuestos, de media, que el conjunto de los ciudadanos de Extremadura, por poner un ejemplo. Puesto que la riqueza media en Catalunya es mayor que en Extremadura. Pero no es razonable en absoluto que los ciudadanos de Catalunya reciban, de media, bastante menos dinero para financiar sus servicios públicos, administrados mayoritariamente por la Generalitat, que los ciudadanos de Extremadura. Porque ello atenta contra el principio de igualdad. Que a lo hora de pagar impuestos los más ricos paguen más, pero que a la hora de cobrar todos los ciudadanos del Estado cobren –en especies, es decir, en servicios públicos- igual.

2. Más allá de lo que explique cierta prensa, el debate sobre el Estatut no ha sido, fundamentalmente, un debate de tipo identitario. De hecho, a parte de la financiación, otra de las novedades fundamentales del nuevo Estatut será la inclusión de una Carta de Derechos de marcado carácter social. Una propuesta, por cierto, bastante discutida desde algunos ámbitos del mundo académico, que ponen en cuestión la oportunidad jurídica una Carta así en un Estatut que no puede tutelar derechos fundamentales. Pero, sobre todo, muy discutida desde los partidos conservadores catalanes, CiU y PP, que consideran que hará del Estatut un texto marcadamente socialdemócrata.

Por encima de cualquier otra consideración, es necesario comprender que la reforma del Estatut es la condición que hizo posible un gobierno de izquierdas en Catalunya, objetivo prioritario del PSC y de todos aquellos que nos sumamos a su proyecto. Una característica de la izquierda catalana es su dispersión en relación a esto que los politólogos llaman el “eje España-Catalunya”. ERC, PSC e ICV pueden coincidir básicamente en su concepción de las políticas sociales y en su modo de orientar el Estado del bienestar, pero están bastante alejados entre sí en su concepción de la relación con España y en los sentimientos de pertenencia nacional de sus respectivos votantes.

Este era el punto de partida para construir una mayoría gubernamental de izquierdas. En democracia, todos los modos de entender la relación con España –así como todos los sentimientos de pertenencia- son igualmente legítimos, siempre que respeten los derechos fundamentales y los procedimientos institucionales marcados por la Constitución. Todos igualmente legítimos, aunque los federalistas defendamos uno muy concreto con toda convicción y discrepemos de los demás.

A cuenta de esta dispersión de las izquierdas catalanas en el “eje España-Catalunya” el nacionalismo conservador gobernó más de dos décadas. La operación fue bastante simple: CiU consiguió centrar el debate político catalán en este “eje España-Catalunya”, también con el objetivo de acentuar entre las izquierdas catalanas aquello que más las desune. Divide y vencerás.

Una reforma del Estatut era el único modo de alcanzar un punto de encuentro razonable entre las fuerzas políticas de la izquierda catalana en aquél asunto que hasta ahora las había dividido. ¿Nadie se da cuenta de lo milagroso que es que políticos tan alejados en su visión de España como Celestino Corbacho y Joan Puigcercós, por poner dos ejemplos al azar, apoyen un mismo proyecto de Estatut y un mismo proyecto de reforma federal del Estado?

El Estatut, insisto, permitía construir un punto de encuentro razonable –identificable con el federalismo como vector de síntesis entre fuerzas divergentes- en aquél asunto que más ha dispersado tradicionalmente la mayoría política de Catalunya, que como todos sabemos es una mayoría de izquierdas. Y sin este lugar razonable de encuentro entre sentimientos de pertenencia tan dispares, un govern de izquierdas en Catalunya no hubiera sido más que una ilusión.

Sólo resolviendo previamente este escollo intrínseco a la legítima composición de la izquierda catalana, era posible devolver el debate político catalán al “eje izquierda-derecha”. Aquellos que apostamos por la igualdad de oportunidades en serio y por la justicia social creemos que, en una sociedad que se desarrolla en el marco de un sistema económico capitalista, el eje natural de la política debe ser la confrontación “izquierda-derecha”. Por esto, creemos que Catalunya había vivido durante dos décadas en una situación de anormalidad. Y por ello celebramos la llegada de una mayoría de izquierdas, capaz de poner la confrontación ideológica normal -y no la confrontación identitaria- en el centro y en el día a día de nuestro sistema político, tal y como ocurre en todas las democracias normales de Europa.

3. Decís: “La nación, soñada como un ente homogéneo, ocupa el lugar de una sociedad forzosamente heterogénea.” Proponéis, entiendo, que alguien emprenda un proceso de des-nacionalización de los partidos catalanes. Según vuestra visión, el nacionalismo ha impregnado hasta tal modo la política catalana que incluso un partido como el PSC, que se pretende federalista, es en realidad presa fácil de la cosmovisión nacionalista.


Creo que al PSC y a aquellos que apoyamos su proyecto nos ocurre, ante una crítica de este estilo, un poco como a alguien que midiendo metro ochenta es acusado de medir metro sesenta. La crítica queda incomprendida y, en consecuencia, no es atendida seriamente. Nunca en el PSC habían ocupado lugares de tanta relevancia aquellos que proceden de la inmigración, aquellos que pertenecen a la Catalunya que habla en castellano en sus casas. Dudo que políticos como José Montilla o Manuela de Madre puedan ser rehenes de la visión del mundo característica del nacionalismo catalán.

Los federalistas, en cualquier caso, creemos que es preciso tomarse muy en serio la diferencia entre ciudadanía e identidad. La ciudadanía es una y única, común a todos aquellos que conviven en un mismo espacio político. Las identidades son múltiples y diversas, y cada cual tiene la que quiere. El nacionalismo, en efecto, puede fácilmente caer en la tentación de identificar confusamente ciudadanía e identidad. Conlleva un riesgo intrínseco de pretender la homogeneidad y no respetar adecuadamente la pluralidad de identidades. La identidad es cultural y la ciudadanía es política. Y el nacionalismo pretende una adecuación unívoca de las geografías de lo político y lo cultural, dos geografías que en la realidad social se interrelacionan entre sí, sin duda, pero que nunca se identifican.

Por esto, desde una lógica federal como la que caracteriza al socialismo catalán, que aspira a preservar la autonomía entre ambas geografías, la crítica del nacionalismo forma parte, hasta cierto punto, de su combate por la hegemonía ideológico-cultural. Una crítica que desconfía de una filosofía política que tiende a poner los derechos de los pueblos por encima de los derechos de las personas, o que a menudo hace de la diversidad cultural e identitaria una excusa para poner en entredicho la igualdad fundamental de los derechos de todos los ciudadanos.

Pero si hacemos crítica del nacionalismo hay que hacerla de todos, no sólo de uno. Probablemente, haya que discutir las bases ideológicas del nacionalismo catalán, pero tanto o más hay que hacer lo propio con el nacionalismo español. Que también existe, aunque algunos se nieguen absurdamente a reconocerlo. Creo que no me equivoco si digo que para los federalistas catalanes no tiene mucho interés estar única y exclusivamente en contra del nacionalismo catalán. Es una postura coherente, desde el punto de vista intelectual, ser “anti-nacionalista”; pero parece a todas luces sospechoso ser “anti-nacionalista catalán” y nada más.

Es más: no creo que tenga el más mínimo interés estar en contra del nacionalismo catalán, si la crítica se hace en nombre y desde del nacionalismo español. Que, por cierto, a lo largo de su historia ha cometido muchos más atropellos de los derechos de los ciudadanos que cualquiera de los nacionalismos periféricos que hay hoy en el España. Y, sinceramente, sólo desde un arrebato de nacionalismo español se puede llegar a tildar a ERC de “partido de la extrema derecha catalana”.

4. Siendo un poco rigurosos, habría que precisar la terminología que utilizamos en los medios de comunicación habitualmente unos y otros para hablar de estas cosas: la alternativa al “nacionalismo” como concepción política no es propiamente el federalismo, aunque en el debate político español y catalán haya quedado establecido así. El federalismo se refiere a una manera de distribuir verticalmente el poder político y administrativo que no pretende dar solución al problema de la diferencia entre ciudadanía e identidad -que es el problema que tenemos encima de la mesa en nuestro país- sino al principio de subsidiariedad, con el fin de aprovechar las ventajas, en términos de legitimidad y de eficacia, que proporciona la descentralización de aquél poder.

La alternativa al “nacionalismo” sería, propiamente hablando, el “patriotismo constitucional”: una manera de entender la comunidad política fundamentalmente como un espacio público donde todos sus habitantes comparten unos mismos derechos y deberes, que los constituyen como ciudadanos. El “patriotismo constitucional” sólo cree en una nación de carácter político: la “Nación de ciudadanos”.

Sin embargo, en una verdadera “Nación de ciudadanos” la ciudadanía común está debidamente separada de las identidades (culturales, nacionales, lingüísticas) particulares. Pero, por esto mismo, estas diversas identidades son todas ellas respetadas adecuadamente, porque la ciudadanía común las ampara todas. Entre los derechos propios de una “Nación de ciudadanos” realmente democrática y digna de tal nombre, uno de los derechos básicos de la ciudadanía debe ser, precisamente, el derecho a la propia identidad (cultural, nacional, lingüística).

A veces, en España el escándalo surge cuando se recuerda que entre los derechos democráticos está, y no en un lugar secundario, el derecho a la propia identidad: a la propia lengua, a la propia cultura, a los propios símbolos y a la propia memoria histórica compartida. Por este motivo, no puede haber verdadera igualdad de ciudadanía sin respeto de la diversidad, porque las identidades son afortunadamente diversas. Y en esta dialéctica entre igualdad y diversidad parece estaremos enfrascados -en España, pero también en Europa- durante un buen tiempo.

Por definición, la “Nación de ciudadanos”, fundada en una colección de derechos y deberes comunes, no está circunscrita a un espacio cultural o geográfico determinado, ni de manera natural ni de manera permanente. Es, en consecuencia, una “Nación” susceptible siempre de ser ampliada, a diferencia de las “naciones culturales” que tienen unos límites determinados por los rasgos particulares de una determinada identidad. Dado que los derechos de ciudadanía son, por su propia naturaleza, derechos de vocación universal (derechos humanos), la “Nación” de la que nos habla el “patriotismo constitucional” deberá siempre la mayor posible en cada momento histórico dado.

Repitamos esta idea: sólo se puede estar coherentemente del lado del “patriotismo constitucional” si se reconoce que la comunidad política con mayor legitimidad -aquella con el que uno debe identificarse si está realmente convencido de que es la ciudadanía y no la identidad lo que funda la “Nación”- es la mayor posible en cada circunstancia histórica. Porque si los derechos son vocacionalmente universales, estarán más perfectamente realizados como más universal sea su ámbito de aplicación, es decir, como mayor sea el espacio político en que imperan.

En nuestro caso, este espacio mayor posible hoy se llama Unión Europea. Más allá de que nos satisfaga el curso que lleva el proceso de construcción europea en este momento crucial de su historia, lo que parece difícil de negar es que hay una vinculación más o menos inmediata entre el “patriotismo constitucional” y la unificación política de Europa. La construcción de una única comunidad política en Europa, con unos mismos derechos, unas mismas leyes, una misma Constitución y unas mismas instituciones para todos los ciudadanos, es el horizonte deseable para todos aquellos que creen coherentemente en la idea de “Nación de ciudadanos”. Europa es la patria grande -la “Nación”- de todos aquellos que consideran que es la ciudadanía la que funda las patrias.

Llamemos, para entendernos, “federalismo europeo” a esta corriente partidaria de construir una comunidad política europea unificada, fundada en una ciudadanía europea común. El federalismo europeo es, pues, la desembocadura natural de aquellos que -contra los nacionalismos que quieren identificar unívocamente identidad y ciudadanía, comunidad cultural y comunidad política, “nación” en el sentido histórico/cultural y “Nación” en el sentido jurídico/político- se identifican con el “patriotismo constitucional”. Así lo ha explicitado el propio inventor del concepto: Jürgen Habermas es uno de los más fervientes defensores del federalismo europeo y de la necesidad de una Constitución para la UE.

Proponéis al final de vuestro Manifiesto la creación de un nuevo partido político catalán: “Este partido, identificado con la tradición ilustrada, la libertad de los ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales, debería tener como propósito inmediato la denuncia de la ficción política instalada a Catalunya.” Creo que, mejor que proponer la creación de un partido no nacionalista e ilustrado en Catalunya –porque ya existe- lo que realmente nos hace falta en este momento histórico crucial es la creación de un verdadero “partido europeo de izquierdas”.

Un partido capaz de liderar la unificación política de Europa para construir la “Nación de ciudadanos” más extensa que podemos tener hoy a nuestro alcance. Porque sin unidad política, Europa lo tendrá muy difícil para preservar su modelo social y su Estado del bienestar -ya de por sí bastante maltrecho- en un contexto de globalización económica como el actual. El bloqueo del proceso de integración política europea: éste es el principal riesgo, hoy, para el futuro de los derechos sociales de los ciudadanos de Catalunya, y no el nacionalismo catalán. Y habrá que hacer votos para que el nacionalismo español no se convierta, como lo ha sido tantas otras veces, algunas de ellas demasiado recientes, en uno de los enemigos a batir para superar este bloqueo.

Ens vam mudar. Oi tant! (1 i 2)

(1)

Dijous 31 de març, el Parlament de Catalunya va aprovar el Projecte de llei que permet l’adopció conjunta dels infants per part de parelles homosexuals, sempre que tinguin la seva convivència regulada d’acord amb la Llei d’Unions estables de parella. Fou una de les sessions més emotives a la Cambra des que hi ha el govern catalanista d’esquerres. La tribuna de convidats, ocupada per representants dels col·lectius i associacions de defensa els drets dels homosexuals i lesbianes -entre ells l’Associació de Pares i Mares de Gais i Lesbianes, un grup de famílies tradicionals, heteroparentals, que lluiten pels drets de les famílies homoparentals-, va esclatar en aplaudiments i abraçades segons després de la votació.

Aquelles persones vivament emocionades, d’alguna manera els artífexs simbòlics d’aquest pas legal endavant, portaven anys lluitant per un dia com aquell. Els polítics, de fet, érem tan sols els notaris d’una reforma impulsada des d’una part de la societat civil, i que segons les enquestes compta amb el recolzament d’una part majoritària de la societat catalana. La diputada d’ICV, Dolors Clavell, va expressar molt bé el sentiment d’orgull institucional que respiraven molts diputats: “Estem delint per aprovar-lo, estem contents que avui això s’aprovi, ens hem mudat perquè això s’aprova avui”.

La finalitat primera d’aquesta reforma legal és protegir millor els drets dels infants adoptats. Aquesta és la principal obligació del legislador, si recordem que pel què fa a l’adopció el què cal protegir no és el dret de les persones o de les parelles a adoptar, sinó el dret de l’infant a ser adoptat.

A ningú se li escapa que actualment a Catalunya és legal l’adopció individual i també, òbviament, la possibilitat de tenir fills biològics fora de la institució matrimonial. ¿Que passava fins ara amb aquells infants que eren adoptats per persones homosexuals de manera individual, però tenien una parella estable, legalment reconeguda per la Llei d’Unions estables de parella? En cas de defunció de l’adoptant, no tenien la possibilitat de seguir vivint amb l’altre membre de la parella, quan de fet les funcions de la paternitat havien estat exercides pels tots dos membres. El mateix succeïa amb aquells fills biològics que, ja sigui per mètodes d’inseminació o per mètodes naturals, vivien amb el seu pare o mare biològic i amb la seva parella legal, tot i que només aquell o aquella tenia el seu vincle amb l’infant reconegut per la llei.

És evident, per tant, que els drets dels infants adoptats per famílies homoparentals quedaran molt més ben protegits si l’adopció es pot fer de manera conjunta per part dels dos membres de la parella. A més, els informes científics dels que es disposa fins ara indiquen que els infants que creixen el famílies homoparentals són tan equilibrats des del punt de vista afectiu i tan madurs des del punt psicològic com els altres, i que l’orientació sexual dels pares no influeix per a res en la seva.

L’única manera d’invalidar la reforma que ha impulsat el tripartit seria prohibir per llei l’adopció individual, o derogar la Llei d’Unions estables de parella, o impedir per llei la procreació biològica dels homosexuals fora del matrimoni, cosa que no crec que ningú es pugui plantejar seriosament. Si no s’accepten aquestes tres modificacions reaccionàries -i, en el darrer cas, clarament inconstitucional- del nostre marc legal, aleshores la Llei que ha impulsat el tripartit passa a ser completament necessària, inevitable, si el que es vol és protegir efectivament els drets dels infants adoptats.

Perquè sempre hi haurà infants –pocs o molts, això tant és- que, ja siguin per mitjà biològic o per mitjà de l’adopció, tindran pares homosexuals que conviuen amb la seva parella, d’acord amb el que marca la Llei d’Unions estables de parella. I en aquest cas, el dret de l’infant, sense cap mena de dubte, estarà molt més ben protegit –i aquesta, repetim, és la primera obligació del legislador- si l’adopció és conjunta per part dels dos membres de la parella que si no ho és.

Diari Avui

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Dèiem que la nova Llei que permet l’adopció a les parelles de fet, entre elles les homosexuals, permet protegir millor els drets dels infants adoptats. Alhora, aquesta Llei acaba amb una discriminació absurda a la qual estaven sotmeses les parelles de gais i lesbianes a causa de la seva orientació sexual. A partir d’ara, podran adoptar, com totes les altres. De fet, fins ara el principi de no discriminació per raó d’orientació sexual no era efectivament respectat per la llei.

Les parelles de gais o lesbianes que vulguin adoptar hauran de passar, com les demés, el tràmit d’idoneïtat. Una parella no és idònia per adoptar en funció de l’orientació sexual dels seus components, sinó de la seva capacitat per a proporcionar tot allò que comporta la tasca paterno-materna: protecció, afecte, educació, supervivència material, etc. En canvi, la llei fins ara partia de la premissa que el fet de ser homosexual incapacitava algú per a ser pare o mare. Qui pot creure això seriosament?

Des de les files dels qui van votar no (PP, UDC i alguns diputats de CiU) s’argumentà, en el debat al Parlament, el dret de tot infant “a tenir un pare i una mare”. Òbviament, és una consideració antropològica, més que no pas jurídica. Posats a fer antropologia, el dret que té tot infant és el dret “a tenir un pare i una mare que els estimi”. Però els desideratums antropològics no són la realitat, i el legislador té l’obligació de regular la realitat i no els ideals.

Què passa amb els infants orfes de pare, o de mare? I amb aquells que tenen uns pares que no estan a l’alçada de la seva paternitat? I amb els orfes de pare i mare d’arreu del món, que viuen en institucions a vegades degradades? De veritat algú creu que un infant creixerà millor en un orfenat d’Àsia, d’Àfrica o d’Amèrica Llatina que en una família homoparental catalana que hagi obtingut el certificat d’idoneïtat? Ni que fos només en nom d’aquesta lògica del mal menor, crec que no hi ha cap argument moral que pugui contradir lúcida i honestament aquesta nova Llei.

Encara un darrer argument dels citats el dia del debat per part de l’oposició mereix debat. Es va parlar de la “complementarietat” com d’un element essencial a l’hora de construir una relació de parella, complementarietat -es va dir- que només es dona entre gèneres diferents. L’argument diu així: si entre dos homes o dues dones no hi pot haver complementarietat, no donem els infants en adopció a parelles que, en realitat, no ho són.

En efecte, crec que sense complementarietat no hi ha parella. Però crec també que la complementarietat es dona entre persones concretes, i no entre gèneres en abstracte. No crec que les persones concretes siguin les representants individuals d’un gènere en abstracte, masculí o femení, amb uns drets que passen per sobre dels drets de cadascuna de les persones reals. Creure això seria caure en un “totalitarisme del gènere”.

L’únic pla en què la complementarietat només es pot donar entre gèneres diferents és el biològic: per a la procreació biològica, en efecte, és imprescindible el concurs d’un mascle i d’una femella. Tanmateix, una parella és un projecte d’amor, i no un acoblament en vistes a la reproducció. Per a alguna cosa som humans, i no bèsties.

Aquesta setmana veurem l’aprovació al Congrés de la Llei que legalitza el matrimoni civil homosexual, amb els mateixos drets que l’heterosexual. Els qui s’hi oposen no s’adonen que, probablement, la seva és una batalla perduda ja fa temps. De fet, des del dia que es va aprovar el matrimoni civil heterosexual, sense que la procreació biològica entre els dos membres fos condició de la seva validesa.

Perquè, de manera implícita, aquell dia es va acceptar que el matrimoni és un projecte de lliure convivència entre dues persones adultes, basat en l’amor. I, òbviament, tant poden tenir un projecte de convivència basada en l’amor dos homes, com dues dones, com un home i una dona. La batalla moral, en realitat, ja estava guanyada feia estona. Mudem-nos, doncs, que estem de festa: una altra discriminació s’ha acabat.

Diari Avui

28 de desembre, 2005

Los dos principios del federalismo (1 y 2)

(1)

Mañana la España federal de Zapatero, la España plural de Maragall, dará un paso de gigante: se celebrará la primera Conferencia de Presidentes de la historia de la democracia. Esta reunión de los presidentes de las Comunidades Autónomas y el presidente del gobierno, todos en una misma mesa, en una misma foto, es posiblemente la principal innovación institucional del sistema político español desde la aprobación de la Constitución. Por fin vamos a visualizar la naturaleza compuesta del Estado, vamos a explicitar el carácter cuasi-federal de nuestro modelo territorial.

Maragall ha insistido en que este tipo de reuniones, cuyas decisiones no son vinculantes jurídicamente pero persiguen la construcción de compromisos políticos y de consensos, son imprescindibles para ir afianzando lo que él denomina “lealtad institucional” : lealtad de las CCAA hacia la Administración central, de ésta hacia las CCAA, y de las CCAA entre sí. Esta lealtad, imposible de imponer por medio de ninguna ley, es el aceite imprescindible para que esta máquina compleja que es la España descentralizada funcione sin averías.

Es importante que, cuando lleguen las reformas de los Estatutos, las CCAA no entren en una dinámica de emulación entre ellas, fruto de la necesidad de autoafirmarse o de competir en el acopio de competencias, sino que cada una asuma aquellas nuevas cuotas de autogobierno que efectivamente le convengan en función de su realidad social, económica y cultural.

Hay dos principios de justicia que deberían regir las relaciones entre las partes en cualquier sistema federal. Partamos de la premisa –tal y como sucede no sólo en España, sino en la mayoría de los casos- de que hay comunidades que, por su tradición histórica, por su empuje económico, por su especificidad cultural, tienen un nivel competencial de partida superior a las otras. Es decir, comunidades que van por delante y otras que van por detrás. Los dos principios de justicia rezan así: ni las partes más adelantadas pueden impedir que las partes más atrasadas las alcancen competencialmente, ni las partes más atrasadas pueden impedir que las más adelantadas vayan por delante, sólo porque ellas no sean capaces de alcanzarlas.

Son dos principios muy sencillos, que en verdad se resumen en uno: nadie tiene derecho a decidir el nivel competencial del otro. ¿Cuál debe ser el límite general del incremento competencial? Aquél que determine cada Constitución a la hora de especificar las competencias exclusivas de la Administración central. A partir de aquí, las comunidades con más capacidad para autogobernarse no deberían encontrar ningún otro límite en su incremento competencial. Y en ningún caso ese límite puede venir del resto de comunidades.

Que cada cual avance cuanto quiera. Extremadura no puede impedir que Catalunya adquiera la competencia de gestión de los aeropuertos por el hecho de que ella no pueda asumir una competencia similar. Pero tampoco Catalunya puede impedir que Extremadura articule una policía autonómica, si algún día la quisiera, con el argumento de que quiere mantener su “diferencia”.

Para mantenerla, las comunidades históricas ya tienen competencias específicas que constituyen el núcleo duro de su “hecho diferencial”, relacionadas con la lengua, o con el derecho civil en el caso catalán, o con el concierto en el caso vasco, y otras. También Baleares y Canarias tienen competencias específicas derivadas de su insularidad. Fuera de éstas, todas las demás deberían ser generalizables.


El Mundo Catalunya, 27 d'octubre de 2004

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En nuestra columna anterior, proponíamos dos principios de justicia que deberían regir las relaciones entre las partes en un sistema federal, partiendo de la premisa de que normalmente hay comunidades con mayor capacidad para asumir competencias que otras. El primero reza así: las comunidades más adelantadas -en lo que a techo competencial se refiere- no pueden impedir que las partes más atrasadas las alcancen si están en condiciones de hacerlo. El segundo dice: las comunidades más atrasadas no pueden impedir que las más adelantadas vayan por delante, sólo porque ellas no sean capaces de alcanzarlas.

Galicia no puede impedir que Catalunya adquiera la competencia de gestión de las autovías, si fuera el caso, por el hecho de que ella no pueda asumir una competencia similar. Pero tampoco Catalunya puede impedir que Galicia asuma la gestión de las prisiones allí radicadas, si algún día la quisiera, con el argumento de que pierde su “ventaja competencial”.

En su ponencia autonómica ante el Congreso del PP, Piqué defendió el “principio de generalización”: cualquier competencia que sea transferida a una CCAA –hechos diferenciales a parte- debe ser susceptible de ser trasferida también al resto de CCAA. El pacto federal, según el PP, no puede decir: “a ti sí, pero al resto no”.

En principio, es fácil estar de acuerdo. De hecho, coincide con nuestro primer principio de justicia. Pero este “principio de generalización” tiene dos peligros. De entrada, no debería ser la excusa para violar el segundo principio de justicia. Que una competencia sea susceptible de ser transferida es un asunto, y que todas las comunidades estén capacitadas para asumirla es otro asunto muy distinto.


Catalunya debe poder asumir competencias en seguridad o en inmigración, independientemente de que el resto de comunidades estén en condiciones de hacerlo. Si no lo hacen, no es porque el pacto federal se lo impida, sino porque no cuentan con las condiciones políticas, administrativas o culturales que les permita hacerlo de manera exitosa. Pero ello no debería ser un veto de facto para las CCAA que sí pueden.

El segundo peligro está en el nivel de los símbolos. Como dice el president Maragall, es necesario evitar el ¡viva Cartagena! Con ello se refiere a la posibilidad de que CCAA de reciente creación entren en una puja con las comunidades históricas a la hora de autodefinirse y de construir los símbolos que las identifican.

Si la CCAA de La Rioja decide poner en su Estauto que es “una nación”, entonces ha desvirtuado, queriéndolo o sin querer, el Estatut de Catalunya cuando éste diga que “Catalunya es una nación”. Precisamente, lo que queremos decir los catalanes con la palabra “nación” es que la historia y el presente de nuestra sociedad hacen de ella una “realidad” distinta de lo que pueda ser La Rioja. ¿Puede haber nación sin, por ejemplo, una lengua propia, o sin una especificidad cultural significativa?

Cada cual debería ser capaz de definirse con objetividad. De entrada, elegir los símbolos que le corresponden de acuerdo con su pasado histórico. Luego, pujar por las competencias que efectivamente le convengan en función de su realidad social, económica y cultural. Es cierto que son las propias comunidades las que tienen el derecho a definirse, esto es, a auto-interpretar su tradición histórica y su potencial futuro. Pero la lealtad institucional de la que hablábamos en nuestra primera columna también tiene que ver con esto: con la voluntad de auto-interpretarse con objetividad.


El Mundo Catalunya, 10 de novembre de 2004

Del Federalismo (1 y 2)

(1)

CiU, en su reciente Congreso, ha precisado un poco más de lo habitual en ella cuál es su modelo de relación con el Estado español. Ha declarado que se reconoce en el confederalismo. Ahora ya sabemos quién es cada cual en el debate político catalán, cuando del tema territorial y del encaje con España se trate. El PSC es el partido federalista por antonomasia; ERC es independentista, si bien está dispuesta a poner su independentismo en barbecho si España avanza por el camino federal; CiU es confederal.

¿Qué diferencia hay entre el federalismo y el confederalismo? Aventuremos una respuesta. El confederalismo considera la parte que se confedera como una comunidad política soberana, con derecho a la autodeterminación, es decir, a decidir si quiere formar parte de la confederación o si quiere marcharse, sin que el resto de partes tengan nada que alegar. Parte prioritariamente de los derechos colectivos, esto es, de los derechos de la nación como tal. El federalismo, en cambio, parte más bien de los derechos individuales de los ciudadanos. Los ciudadanos, y no las comunidades nacionales, son la base de la soberanía política. Son los ciudadanos los que, mediante la libre asociación, deciden construir una comunidad política, que garantice sus derechos.

Puesto que entre estos derechos individuales está el derecho a vivir en la propia lengua y el derecho a la propia identidad cultural, está en el corazón de la lógica federal construir comunidades políticas –léase Estados- muy respetuosas con el pluralismo cultural y lingüístico. Comunidades que organicen su estructura territorial reconociendo de manera muy expresiva las diferencias nacionales que en ellas se albergan. Por esto el federalismo es incompatible con el jacobinismo, esa concepción del Estado que en nombre de la igualdad política acaba incurriendo en la mera homogeneidad cultural y lingüística.

De hecho, el federalismo está tan lejos -o tan cerca- del jacobinismo, que en nombre de la igualdad de derechos está siempre presto a sacrificar el pluralismo identitario, como del confederalismo, que en nombre de la diversidad nacional, cultural y lingüística está siempre a punto para sacrificar la igualdad de derechos entre los ciudadanos de las distintas partes de la confederación.

Hasta aquí todo bien. Sin embargo, a poco que nos fijemos, la pregunta más relevante todavía está por responder. ¿Cuál es el alcance de la comunidad política que nace por medio de la federación de estos ciudadanos libres, de estos ciudadanos que son el fundamento irreductible de la soberanía de la comunidad política precisamente porque ellos son cada uno de ellos soberanos de sí mismos? ¿Cuáles deben ser los límites que configuren las fronteras de cada Estado?

En la respuesta el federalismo muestra su alma más puramente ilustrada. Si los derechos de ciudadanía se quieren potencialmente universales, entonces apuntan, de modo sólo tendencial pero irreversible, hacia la constitución de una comunidad política universal. Así, en el mismo concepto de “derechos de los ciudadanos” está implícito este horizonte que apunta a la constitución de una única federación política global. Si todas las personas son sujetos de los mismos derechos y la comunidad política no es más que el espacio donde estos derechos se hacen efectivos, es inevitable concebir la idea de una misma comunidad política, para hacer efectivos estos derechos universales iguales para todos. El Estado de derecho mundial es, por lo tanto, un “ideal implícito” en la lógica del federalismo.


(2)

Puesto que el federalismo parte de la consideración de cada ciudadano, con sus derechos inalienables, como el sujeto último e irreductible de la soberanía política, y puesto que los derechos de ciudadanía son, por definición, potencialmente universales, la lógica federal apunta hacia la constitución de una comunidad política única y universal, hacia un Estado de derecho global. Con esta idea acabábamos nuestra anterior columna, antes del verano. Así respondíamos a una pregunta clave: ¿cuál debe ser el alcance territorial de cada comunidad política? ¿Qué criterio tenemos para elegir cuales deben ser las fronteras de los Estados?

Sin embargo, como se comprenderá fácilmente, el Estado de derecho global no es tanto una “propuesta” política históricamente plausible, sino sólo un “ideal” político que debería servir como “idea reguladora” de la política internacional. La pregunta, pues, sigue por responder. ¿Qué respuesta nos ofrece la lógica federal si queremos pasar del plano de los ideales más o menos filosóficos al plano de las propuestas históricamente viables?

A nuestro entender, hay un criterio específicamente federal para dirimir la diferencia de valor entre una comunidad política u otra, entre una propuesta de frontera u otra. Reza así: tiene prioridad normativa aquella comunidad política mayor posible en cada momento histórico, dadas unas condiciones culturales, tecnológicas y económicas determinadas. ¿Cuál debe ser el alcance del Estado? España mejor que Catalunya, Europa mejor que España. Al mismo tiempo, por la misma lógica federal, este Estado mayor posible estará siempre condenado a ser lo más descentralizado posible, a ser pluricultural, plurilingüístico y plurinacional y, por lo tanto, a organizar su estructura territorial de acuerdo con estos principios.

Es este un criterio formal y no material. La Unión Europea es el horizonte necesario de todo federal no por el hecho de ser Europa, sino porque es la mayor comunidad política posible, para nosotros, en este momento histórico. El europeísmo, para un federal, no debe ser un nuevo tipo de nacionalismo, que sustituya el viejo nacionalismo de los siglos XIX y XX vinculado a l Estado-nación o a las naciones sin estado. El europeísmo es, hoy, el único camino históricamente viable para ser internacionalista, es decir, universalista.

Por esta misma lógica, no se puede luchar en nombre del “patriotismo constitucional” -otro nombre del federalismo- en contra del nacionalismo vasco o catalán en España, y practicar sistemáticamente el nacionalismo español en Europa. Lo hacía el gobierno del PP a cada rato. Puestos a elegir entre nacionalismos, los catalanes siempre preferiremos el catalán, aun en su versión independentista, que el español. Porque es el nuestro y, aún, por otra razón con valor moral: puestos a optar entre nacionalismos, mejor el más débil.
Sólo desde el federalismo se pueden superar los nacionalismos en España. Pero para ser legítimamente federal en España hay que ser también federal en Europa, lo cual significa estar dispuesto a disolver la soberanía española en una soberanía europea mayor.

En conclusión, la lección más bella de la lógica federal es que concibe de un modo radicalmente distinto a lo habitual el concepto de frontera. Para el federalismo, las fronteras de una comunidad política son siempre provisionales, siempre móviles, fronteras en estado de perpetuo desplazamiento. Porque mientras vivimos en una comunidad política particular, siempre hay el horizonte una comunidad política mayor a construir.


El Mundo Catalunya, publicats en edicions successives

Patriotismo constitucional

Como el PSOE en Santillana, Izquierda Unida también ha hecho recientemente su propuesta territorial para España. Va un paso más allá del nuevo federalismo socialista y, reconociendo el derecho de las autonomías a autodeterminarse con ciertas condiciones, se adentra prácticamente en una lógica confederal.

En nuestra última columna decíamos que el federalismo es la única forma de salir del endiablado choque de trenes hispano entre los nacionalismos periféricos, con su dinámica centrífuga, y el nacionalismo del PP, con su voluntad centrípeta. La propuesta federal o confederal rompe este conflicto, en estado de perpetua retroalimentación, en la medida en que no fundamenta el Estado en la nación sino en la ciudadanía. La pertenencia a la comunidad política ya no depende de ninguna identidad nacional o cultural, sino del mero hecho de ser ciudadano.

El sentimiento de pertenencia que se corresponde con esta perspectiva es lo que el filósofo alemán Habermas llamó “patriotismo constitucional”. La “patria” de una sociedad democrática no debe ser un territorio, ni una memoria histórica, ni siquiera una cultura, sino los derechos que protege todo Estado Social y Democrático de Derecho. El Estado, en suma, se erige así como un proyecto ético basado en la libertad y la igualdad, la justicia y la solidaridad, el pluralismo y la tolerancia.

Uno de los derechos que debería proteger un Estado así concebido es el derecho a la propia identidad cultural. Dicho de otro modo, un Estado federal debería demostrar un respeto activo por la plurinacionalidad y la pluricuturalidad de su sociedad. El filósofo canadiense Kymlicka ya nos advirtió que, si no vigilamos, un Estado supuestamente neutral en cuestiones culturales acaba decantándose inevitablemente en favor de la cultura mayoritaria de su sociedad.

Una cosa es no basar la comunidad política en la nación, y otra muy distinta es no querer reconocer la pluralidad nacional que caracteriza la mayoría de comunidades políticas. Y es que las naciones son como las meigas, que no existen, pero haberlas haylas. Así, lo propio de un Estado basado en el “patriotismo constitucional”, en la medida en que no identifica la patria con ninguna nación particular, es proteger la pluralidad nacional, de cara adentro, y participar de los proyectos de construcción de una comunidad política mayor, de cara afuera.

Por pura coherencia intelectual, un federalista debería aspirar a pertenecer a la comunidad política mayor posible en cada momento histórico. Porque los derechos democráticos son tendencialmente universales. Hay una afinidad teórica espontánea entre el concepto de derechos humanos y el de ciudadanía universal.

En nuestro momento histórico, nuestro mayor Estado “posible” es la Unión Europea. Por esto, es incoherente reclamarse “patriota constitucional” y tener una actitud nacionalista, opuesta a los países más federalistas, en el proceso de construcción europea. Como es igualmente contradictorio practicar, puertas adentro, aquellos símbolos y aquellas políticas que refuerzan una única y misma identidad española para todos los ciudadanos del Estado.

Y estas son, precisamente, las dos tareas a las que se dedica el PP, ese partido que asumió en su último congreso el “patriotismo constitucional” como doctrina oficial. Ahora ya sabemos a ciencia cierta que era sólo para mejor enfrentarse a los nacionalismos periféricos. No porque hubiera renunciado a su nacionalismo español originario, heredado de tiempos tan remotos y tan cercanos.

El Mundo Catalunya, 1 d'octubre de 2003