30 d’octubre, 2007

¿Cómo deberían ser los partidos del siglo XXI? Del partido europeo a los partidos-red

¿Cómo serán los partidos del siglo XXI? ¿Cómo deberían ser? Sobre estas cuestiones, como es de suponer, se han escrito ríos de tinta. De entrada, habrá que reconocer que, por ahora, los partidos del siglo XXI son muy parecidos a los del siglo XX, puesto que el siglo XXI ya ha empezado y las organizaciones políticas, en lo fundamental, siguen funcionando como siempre. Pero ¿es razonable que mientras la sociedad cambia a un ritmo acelerado los partidos sigan igual? ¿Son útiles unos partidos propios de la era industrial en el nuevo mundo de la globalización económica, internet y las sociedades multiculturales?

Es difícil saber qué deberíamos hacer con los partidos políticos si antes no volvemos a preguntarnos por el propósito de su existencia. ¿Para que se inventaron, por qué nacieron? Podríamos dar a esta pregunta una respuesta de ciencia política, más o menos la siguiente: los partidos nacieron para hacer de intermediarios entre la sociedad y las instituciones que la gobiernan. Así, a medida que hemos ido avanzando hacia un sistema democrático los partidos políticos se habrían ido haciendo cada vez más necesarios, dado que esta función de intermediación entre ciudadanía y gobierno se ha hecho imprescindible para el funcionamiento mismo del sistema político.

La historia política moderna como proceso de democratización

Sin embargo, para la reflexión que queremos hacer aquí quizás sea más útil responder este interrogante con una respuesta de tipo histórico y retrotráenos, para ello, bastante atrás. ¿Qué han sido históricamente los partidos, en un sentido amplio de este concepto? Si echamos un vistazo a la historia de nuestro sistema político, desde el nacimiento del Estado moderno hasta, podemos encontrar un hilo conductor que ha ido guiando el proceso de cambio institucional: la democratización. En efecto, visto así, la historia política de Europa, a lo largo de la modernidad, sería la historia de la democratización progresiva del sistema político. Democratización entendida -de una manera sin duda particular- como el proceso de construcción de la ciudadanía como categoría política y jurídica, y de ampliación, profundización y extensión de nuevos derechos para los ciudadanos.

Así, el Estado Absoluto del siglo XVII funda y garantiza el derecho a la seguridad (como versión primitiva del derecho a la vida); el Estado Liberal clásico del XVIII se construye a partir los derechos civiles (libertad de pensamiento, de conciencia, de religión, de pensamiento, derecho a la propiedad privada, etc.) proclamados de manera solemne con la Revolución francesa; el Estado Liberal democrático del siglo XX añade los derechos de participación política (derecho al sufragio, derecho de asociación y de sindicación, etc.); y el Estado Social del siglo XX da carta de naturaleza a los derechos sociales (derecho a la salud, a la educación, derechos laborales, etc.). En síntesis, cada vez más derechos, mejor garantizados, para más gente.

Pues bien, los partidos han sido, en esta historia de la Europa política moderna, son los actores sociales que han impulsado este proceso de cambio institucional. Durante la modernidad, el cambio de un paradigma institucional al siguiente se ha dado, en muchas ocasiones, por medio de revoluciones. Los partidos han sido, en estos casos, los propulsores de estas revoluciones. Así, el paso del Estado Absoluto al Estado Liberal fue promovido por el partido liberal; y con ello no nos referimos a ningún partido en concreto sino a aquella parte de la sociedad que, organizada de modos distintos en cada país -a veces a través de partidos estrictamente dichos, pero no sólo- actuó para promover el cambio. De la misma manera, el partido socialista, en este sentido amplio del término, fue el promotor en la Europa del siglo XIX y XX el motor del cambio hacia el Estado Social.

Visto así, los partidos, en síntesis, no han sido más que el instrumento a través del cual se ha impulsado la democratización del sistema político, articulado durante la modernidad entorno del Estado. Y en lo fundamental, esto es lo que deben seguir siendo, si quieren ser algo. La gran diferencia es que, hoy, el Estado ya no es el terreno principal o exclusivo en el marco del cual llevar a cabo esta tarea.

Nuestra pregunta inicial, pues, queda redefinida. ¿Cuáles son las nuevas metas, las nuevas fronteras de este proceso indefinido de democratización que es, en realidad, nuestra historia política y del que los partidos, por así decirlo, no son sino meras variables? Señalaremos algunas.

El partido europeo

De entrada, ya lo hemos avanzado, la globalización se ha convertido en el gran fenómeno, el fenómeno fundante, que redefine las reglas del juego de nuestras sociedades actuales. Seamos un poco marxistas, por una vez, y admitamos que el cambio tecnológico es el que está determinando la marcha de la historia. Las TIC han dado paso a una nueva era, han permitido la emergencia de un capitalismo mundial integrado, han catapultado el conocimiento (ya no el capital, el trabajo o la tierra) como el factor productivo decisivo de nuestro tiempo, y han dejado al Estado nación obsoleto para regular los mercados.

Sin embargo la función del Estado Social, la última frontera conquistada del proceso de democratización, era precisamente ésta: controlar, desde las instituciones políticas democráticas, los desmanes del capitalismo. Es más, la izquierda moderna nació para esto y no para otra cosa: para humanizar –ya fuera vía reforma o vía revolución- unas sociedades industriales que el capitalismo convertía a la vez en lugares tan prósperos como injustos.




Así, el primer objetivo del proceso de democratización, hoy, es salvaguardar las conquistas de la modernidad en términos de derechos, de humanización de las estructuras sociales y de justicia. Para ello habrá que adaptar el Estado Social a la nueva realidad global. En nuestro caso, la manera de hacer esto es construir la Europa política. Hace falta la Europa política para rehacer a escala europea el Estado Social, para recrearlo de acuerdo con las reglas del juego de la economía del conocimiento, de los mercados globales. Hace falta la Europa política para regular la sociedad global, para contribuir a domesticar la globalización neoliberal y dotarla de reglas que pongan los mercados globales al servicio del desarrollo humano. Estado Social para adentro, Estado Social para afuera.

Y una Europa política necesita partidos europeos. Llegaremos a ellos por necesidad. Necesitamos partidos, por sí mismos, sean global players: actores que puedan influir a escala global. La izquierda europea tiene que encontrar los mecanismos de organización que le permitan tener una voz identificable en la sociedad mundial. ¿Un sueño? ¿Una utopía ingenua? No lo sé, pero partidos que sean global players, en tanto que partidos, existir ya existen: ¿acaso no lo es el Partido Republicano de los EEUU, o el Partido Comunista Chino? ¿Por qué no puede tener el ciudadano europeo de izquierdas un partido que lo represente en el concierto global? Pero para ello, insistimos, hace falta un cambio de dimensión: pasar de los partidos de escala nacional a otro partido, aun por hacer, de escala continental.

El partido ciudadano

Este proceso de readaptación del Estado Social tendrá que hacer frente también a otro fenómeno fundamental de nuestros días: el proceso de individualización -algo distinto de la cultura del individualismo- Individualización quiere decir que las vidas de cada cual cada vez son menos estandarizables, menos previsibles, menos seguidoras de un guión preestablecido. Individualización quiere decir, hasta cierto punto, pluralidad ética y cultural, quiere decir, si se quiere, democratización de las cosmovisiones. Pero la indivudualización es hija, también, de la nueva estructura productiva. La era industrial creó una clase media relativamente homogénea. El paso a una economía del conocimiento y de los servicios deshilacha la clase media: media clase media se hace pija, otra media se hace precaria, otra mitad ni una cosa ni la otra, y tantas otras mitades siguen un curso distinto a las demás. Muchas mitades, muchos itinerarios vitales inclasificables…

Ya no nos definimos como una sociedad de clases, sino de ciudadanos. Pero esto no significa que no haya clases, desigualdades, ni que las oportunidades no estén injustamente distribuidas. Todo lo contrario. Ocurre, sin embargo, que los factores de exclusión o de discriminación se diversifican y se mezclan en geometrías variables. Lo cual impide que, como antes, los individuos se sientan formando parte de grupos sociales amplios y homogéneos, con una problemática común. Ahora son, más bien, ciudadanos con un catálogo de problemas particular e intransferible. ¿Cómo reconstruir, en este contexto, los vínculos de solidaridad? ¿Cómo cuadrar el círculo que haga viable la justicia social y sus garantías institucionales, pero asumiendo los nuevos procesos de individualización? Los partidos (al menos los progresistas) han nacido para construir mecanismos públicos de solidaridad. Y en este nuevo mundo de ciudadanos “no agregables”, “no clasificables”, las instituciones –y los partidos que aspiran a ocuparlas- tienen delante de sí un reto ciertamente complejo.

El partido-red

Una última frontera del proceso de democratización es, sin lugar a dudas, el tan cacareado asunto de la participación, la profundización de la democracia y la proximidad. ¿Cómo organizar la función de intermediación y representación política en una sociedad más compleja, más diversa culturalmente, más educada e informada, más consumista y mediática, tecnológicamente más avanzada, más sofisticada y más frágil al mismo tiempo, más líquida, en suma, para decirlo en palabras de Z. Bauman?

El sistema económico es un espejo en el que nos podemos inspirar. Las empresas de hoy, como bien nos contaba M. Castells en su célebre trilogía, son empresas-red. Esto quiere decir que es organizan en una estructura flexible, hecha de deslocalizaciones, de externalizaciones, de unidades funcionales que se hacen y se deshacen. Cada vez sirven menos las viejas empresas fondistas, estructuradas como una pirámide fija. ¿Por qué este cambio? Para maximizar la productividad, para garantizar la competitividad ante unos mercados mucho más volubles que antaño.

¿Es posible hacer algo parecido con las organizaciones políticas? ¿Es deseable? El objetivo, en el caso de los partidos, ¿cuál debería ser? Obviamente, no podría ser otro que maximizar su productividad. Pero ¿qué es la productividad en el caso de los partidos? ¿Cómo la medimos? Como decimos, se trata de maximizar la productividad en términos de participación. No se trata de medirla en términos de votos, sino en su capacidad ya no sólo para representar, sino para incluir al ciudadano en el proceso político; su capacidad para “politizar”, es decir, activar el ser-político que, a priori, todo ciudadano, por el hecho de serlo, se supone que lleva dentro.

El proceso político tiene muchas fases y muchas actividades a través de las cuales se manifiesta: el debate, la movilización, la formación y la información, la deliberación, la toma de decisiones propiamente dicha, el control de las instituciones y los gobiernos, etc. Para maximizar la productividad en términos de participación, de la misma manera que las pirámides fordistas ya no valen para crear riqueza en el caso de la empresa, tampoco sirven ya los clásicos partidos políticos piramidales, herederos del centralismo democrático. Necesitamos partidos-red: no una sino una suma de organizaciones, de distintos tamaños, cada una con su especialización funcional, que tengan una relación a la vez de conexión y autonomía.

El partido-red es una estructura compleja –y hasta cierto punto dispersa- capaz de maximizar la participación política en la medida que cada uno de los nodos ofrece una puerta distinta y específica para “entrar” en la actividad política, ya sea mediante la reflexión o la acción. Contra la visión del siglo XX, según la cual la agrupación de fuerzas en una sola organización era la manera de fortalecer la capacidad política de los partidos, probablemente hoy los partidos políticos estrictamente considerados, si quieren ser efectivamente hegemónicos, deberán renunciar a absorberlo todo, controlarlo todo, dirigirlo todo, y conformarse con ser simplemente el nodo principal de una red plural y compleja, con mil nodos complementarios, que se intercambian información, ideas, decisiones y acción.

Lo más irónico del caso es que, probablemente, a día de hoy la mayoría de los espacios políticos, en nuestras sociedades democráticas, ya estén organizados así: de manera reticular y dispersa. Sin embargo, al analizar esta situación con el paradigma antiguo –con las gafas del fordismo político- esta realidad llena de posibilidades no es reconocida como una oportunidad y una riqueza sino como un problema. Por lo tanto, el reto de hoy es conseguir que las redes lo sean conscientemente, organizar-se en forma de partido-red de manera voluntaria y no por mera necesidad, sin saber muy bien por qué. Lo fundamental es que entre los distintos nodos haya una relación de cooperación, a la vez que de autonomía, que se reconozcan y se sepan especializar, y no que se nieguen, compitan o se boicoteen entre sí. Evidentemente, las TIC e internet, igual que en el mundo de la economía, es una herramienta imprescindible para acometer con éxito esta empresa.


No olvidemos que la participación y la proximidad pasan a ser, de manera espontánea, el polo compensatorio de la construcción de partidos supra-estatales, capaces de actuar como global players. Si para reconstruir el Estado Social y para gobernar la globalización hacen falta partidos europeos, es decir, si la política en cierta medida no tiene más remedio que alejarse, ¿de qué manera devolver al ciudadano la experiencia inmediata de la democracia, tan necesaria para mantener la legitimación de este sistema político? La participación y la proximidad no son sólo una consecuencia de los mayores niveles de educación de nuestras sociedades, sino fundamentalmente una necesidad dialéctica de una política (democrática) que necesita globalizarse para recuperar la eficacia perdida.

Los partidos del siglo XXI tienen que ser capaces, en síntesis, de desplazar simultáneamente la política hacia arriba y hacia abajo –o, si se prefiere, hacia fuera y hacia adentro-. Sólo así volverán a ser el instrumento útil al servicio del proceso de democratización continua, recuperando esa función que desde los inicios de la modernidad los ha dotado de identidad y de sentido.



Publicado en El Ciervo