20 de febrer, 2007

¿Pagar dos veces el precio de la transición?

Nuestra transición fue positiva: posiblemente el único modo de alcanzar una cierta normalidad política democrática. En virtud del consenso, todas las partes, las que procedían de la dictadura y las que provenían de la resistencia contra el franquismo, cedieron en asuntos trascendentales para cada uno de ellas. Sin embargo, el precio pagado entonces por los demócratas parece muy alto valorado desde nuestros días. El más grave, en términos de ética democrática, fue seguramente la desmemoria histórica.

Bien pagado estuvo este precio, probablemente, en su debido momento. Se justificaba por un fin mayor: garantizar la viabilidad de una democracia incipiente y frágil. Pero, una vez consolidada nuestra democracia de manera irreversible, ¿se debe seguir pagando este precio de manera eterna? ¿Si la desmemoria fue, durante la transición, la condición para hacer posible la democracia, con qué motivo podemos hoy exigir que tal condición se mantenga intacta, una vez la democracia ya es una realidad incuestionable?

Las distintas fuerzas que pactaron la constitución no eran depositarias de idéntica legitimidad, como si se tratara de dos contendientes en una situación moralmente simétrica. Unos procedían de la subversión contra un orden democrático legítimo, mientras que los otros eran los herederos de aquel orden constitucional subvertido por las fuerza de las armas. Hoy, después de 25 años de democracia y en virtud de aquella asimetría moral de origen, parece evidente que algunas concesiones de la transición, como la renuncia a saldar las cuentas con nuestra memoria histórica, deberían ser corregidas.

Durante su presidencia, Felipe González quiso atender el consejo que le diera Gutiérrez Mellado: "Hasta que nuestra generación no haya muerto, no se puede abrir el debate sobre la guerra civil, porque nosotros fuimos sus protagonistas." Sin embargo, en virtud de esta prudencia España debe ser seguramente uno de los pocos países del hemisferio occidental que no ha ajustado las cuentas con su pasado totalitario. Todos los países que han pasado por una etapa de totalitarismo a lo largo del siglo XX han hecho algún tipo de condena histórica de su pasado: Alemania e Italia pasaron por los juicios de Nüremberg; en Portugal hubo la "revolución de los claveles"; Argentina y Chile, que de entrada hicieron una transición a la española, han terminado por hacer justicia a través de los tribunales, con los procesos a Videla y a Pinochet; y los países del Este, a partir de 1989, hicieron su condena explícita de los regímenes estalinistas. Por último, de entre todos los modelos de transición de un régimen dictatorial a otro democrático, quizás sea Suráfrica, con su Comisión de la Verdad y la Reconciliación, el mejor ejemplo de cómo la revisión histórica -y la justicia que ésta exige- se pueden poner al servicio de la convivencia futura.

En España, a día de hoy, no ha habido nada semejante a una condena histórica del franquismo, pública y solemne, porque nuestra derecha todavía se opone a ello. A veces, el PP se comporta más como heredero de la dictadura que como una derecha democrática europea. Nos tememos que, todavía hoy, siga dando por buena aquella frase del ministro de Franco, Laureano López Rodó, según la cual la democracia no podía llegar a España hasta que el país alcanzara los 1000 $ per cápita. Si nuestra derecha se reconoce en esta frase, señal que su juicio histórico de la dictadura es básicamente benevolente, del estilo: “En España hubo franquismo mientras hizo falta y la democracia no llegó hasta que estuvimos preparados para ella”. Así, el franquismo no sería, para el PP, ni una tragedia y ni un error histórico.

No se trata, en cualquier caso, de llevar a cabo un psicoanálisis de la derecha española. Se trata de exigir un justo lugar para la memoria histórica en los fundamentos de nuestra vida democrática. Para ello, hacen falta algunos gestos simbólicos, como la triple condena:

a) al Alzamiento,
b) a las atrocidades que durante la guerra civil se hicieron en los dos bandos,
c) al franquismo y su atroz represión.

O la creación de un centro dedicado a la memoria de la represión (a la manera de lo que se ha hecho con la cárcel Robben Island, en Sudáfrica, o con los campos de concentración nazis).

Y hacen falta gestos concretos, como la anulación de los juicios de la dictadura o la recuperación de las víctimas de la guerra civil enterradas en fosas comunes. Si todos los muertos son iguales, es preciso que los muertos del bando republicano también estén enterrados en los cementerios elegidos por sus familiares. Los hijos de los muertos del bando nacional dispusieron de cuarenta años para recuperados los cuerpos de sus padres. Ahora ha llegado el turno de aquellos hijos o nietos los restos de cuyos familiares están todavía por recuperar. Sólo la democracia les puede devolver lo que les corresponde. Sólo así alcanzaremos una verdadera reconciliación, no basada en el olvido sino en el perdón.

Publicado en El Ciervo