30 de gener, 2008

Paz justa en Palestina (1)

La Conferencia de Annápolis celebrada a finales de noviembre, bajo el auspicio de los Estados Unidos, ha permitido recuperar unas ciertas expectativas optimistas sobre la posibilidad de que Palestina e Israel alcancen, por fin, un acuerdo definitivo que ponga fin a casi sesenta años de conflicto. La posterior Conferencia de donantes, en París, a mediados de diciembre, pareció confirmar estos augurios positivos. Sin embargo, más allá de que las esperanzas sobre la factibilidad de una nueva “hoja de ruta” sean más o menos fundadas, hay un principio en la tragedia de Oriente Medio que la realidad impondrá una y otra vez de manera tozuda: la paz sólo puede ser duradera si es una paz mínimamente justa.

Probablemente, para entender qué cosa sea una paz justa en Palestina, vuelva a ser necesario hacer un repaso histórico de cómo se ha llegado hasta la situación actual. Cuando la ONU, en 1947, propuso el plan de partición de la Palestina histórica, en aquel momento bajo mandato británico -una tierra a la cual, no lo olvidemos, los británicos habían llegado hacía a penas tres décadas-, dibujó un mapa con un Estado judío con el 55% del territorio y un Estado árabe con el 45%. El año 1948 los judíos proclamaron de forma unilateral el Estado de Israel, a lo cual siguió una ofensiva militar de los países árabes vecinos (Egipto, Siria y Jordania). El resultado de esta primera guerra árabe-israelí es de todos conocido: el ejército judío acabó ocupando hasta un 78% de la Palestina histórica, hasta la llamada green line (que partía la ciudad de Jerusalén por la mitad), dejando a los árabes reducidos al 22% de su antiguo territorio. Y más de 700.000 palestinos procedentes de la parte ocupada por Israel pasaron a ser refugiados, instalados en campos levantados en Siria, Líbano, Jordania o el 22% en manos árabes (la tierra que hoy conocemos como Cisjordania, en aquel momento bajo soberanía y administración jordana, a falta de un Estado palestino independiente, más la franja de Gaza).

En 1967 los países árabes vecinos decidieron atacar nuevamente a Israel. Fue la célebre Guerra de los Seis Días, un fiasco militar para los árabes, cuya consecuencia fue la ocupación por parte de Israel del 100% de la Palestina histórica. A raíz de esta segunda guerra árabe-israelí, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó su no menos célebre Resolución 242, en la que ordenaba al ejército israelí a retirarse hasta la green line, es decir, hasta la línea de armisticio del año 49. Se trataba de una resolución altamente polémica, porque instaba a las dos partes en conflicto a conseguir una paz basada en la idea de dos Estados vecinos e independientes, pero no hacía referencia al plan de partición de 1947 y en cambio sí hablaba del status quo territorial instaurado a partir de 1949. Hasta cierto punto podía interpretarse que la ONU se rectificaba a sí misma, en un asunto tan trascendental como era el de los límites de un Estado creado por el propio Consejo de Seguridad: de una propuesta inicial (la Resolución 141, de 1947) que proponía una distribución de 55% - 45%, veinte años después se pasaba a legitimar ambiguamente (en la Resolución 242, de 1967) un nuevo reparto de 78% - 22%.

Aun así, a día de hoy todavía es hora que Israel cumpla esta resolución. Naciones Unidas le dio la cobertura jurídica y política para nacer como Estado y, sin embargo, Israel es incapaz de acatar las obligaciones que le impone esta organización que representa la comunidad internacional y sin la cual, simplemente, no hubiera podido existir.

Estamos ante un caso indiscutible de ocupación militar ilegal: un ejército extranjero ocupa, contra lo que dictamina el derecho internacional, una tierra que no le pertenece. Por esto, una paz justa en Palestina pasa, de entrada y sin duda, por la retirada del ejército israelí de Cisjordania y de Jerusalén Este. Esta debe ser la base primera, el punto de partida, de todo acuerdo aceptable y duradero. Seguiremos.


Publicado en la revista El Ciervo

05 de gener, 2008

Salud, pobreza y patentes

Transcripció de l'article escrit conjuntament per l'ex-president de la Generalitat, Pasqual Maragall i per mi mateix, i publicat al diari El País el passat dia 3 de gener.


LA CUARTA PÁGINA
Salud, pobreza y patentes
PASQUAL MARAGALL Y TONI COMÍN 03/01/2008

¿Quién financia la investigación farmacéutica y sus elevados costes? Las multinacionales sólo investigan si pueden recuperar su inversión por medio de las patentes, es decir, si la investigación les resulta mínimamente rentable. Lo cual conduce a una dramática paradoja. Con patentes, los países pobres no tienen acceso a determinados medicamentos muy necesarios, porque los precios de patente son demasiado caros para ellos (es lacerante que la vida de miles de personas dependa de medicinas que existen, pero que los sistemas de salud del Sur no pueden pagar). Sin patentes, los países pobres tampoco dispondrían de los medicamentos necesarios, porque sin posibilidad de negocio no habría nuevos descubrimientos farmacéuticos.

El fallo del Tribunal Superior de Chennai, en la India, sobre el caso Novartis, el pasado agosto, puso sobre la mesa un tema interesante y complejo. Como se recordará, Novartis interpuso una demanda contra la Ley de Patentes india, por considerar que se extralimitaba a la hora de aplicar las excepciones al régimen de patentes que prevé el ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). Este Acuerdo internacional, del año 1994, regula el derecho de las multinacionales farmacéuticas a cobrar los medicamentos a precio de patente, así como el derecho de los países pobres a ser eximidos de su pago en determinadas circunstancias. Prevé que los Gobiernos en situación de emergencia sanitaria puedan conceder las llamadas "exenciones", es decir, fabricar medicamentos genéricos o importarlos de otros países.

Como es sabido, el precio de los genéricos es sensiblemente inferior al de un medicamento patentado, lo cual permite a los sistemas sanitarios de los países del Sur disponer de medicamentos que de otro modo difícilmente estarían a su alcance. Dicho en plata, los genéricos salvan vidas y lo hacen, precisamente, permitiendo que actúe la lógica de la competencia. Las patentes no son más que un monopolio temporal, sin el cual no se podría financiar el alto coste de la investigación. Cuando se fabrican genéricos cesa el monopolio y, en virtud de las leyes del mercado, los precios se desploman.

En 2001, los países de la OMC, España incluida, firmaron la Declaración de Doha, según la cual la normativa internacional sobre propiedad intelectual "puede y tendrá que ser interpretada y aplicada de tal modo que apoye el derecho de los miembros de la OMC a proteger la salud pública y, en particular, a promover el acceso a los medicamentos para todos". Pero la interpretación de los países en desarrollo y de las multinacionales farmacéuticas difiere irreconciliablemente, hasta el punto de librar costosas batallas judiciales.

La salud es un derecho. Las multinacionales actúan según la lógica del beneficio. ¿Cómo equilibrar este conflicto de intereses, del que depende la vida de millones de enfermos del Sur? La investigación, ciertamente, es cara. Pero según la OMS, las multinacionales farmacéuticas son un negocio muy rentable. Según el Informe 2006 de la Comisión sobre Salud Pública, Innovación y Derechos de Propiedad Intelectual de la OMS, "entre 1995 y 2002 la industria farmacéutica fue la más rentable de Estados Unidos, en términos de beneficio neto medio después de impuestos como porcentaje de los ingresos. El 2003 decayó un poco (...) pero mantuvo un margen de rentabilidad del 14%, tres veces superior a la media de todas las empresas incluidas aquel año en la lista Fortune 500".

El Parlament de Catalunya, a raíz del caso Novartis, puso sobre la mesa una propuesta que intenta superar aquella paradoja. Se trata de una idea relativamente sencilla: un Fondo Mundial de Rescate de Patentes, que permita, en primer lugar, liberar la patente de aquellos medicamentos ya desarrollados, pero cuyo precio los hace inaccesibles a las poblaciones del Sur; y, en segundo lugar, orientar la investigación hacia aquellas enfermedades que afectan a centenares de miles de personas pobres del Sur, pero que no son rentables comercialmente. Algo parecido al sistema de "premios" que promueven el profesor James Love o el propio Joseph Stiglitz.

Una propuesta así es inocua para las empresas farmacéuticas. No perjudica la investigación, sino que la favorece. Gracias al Fondo, las multinacionales cobrarían de golpe aquello que, en virtud de la patente, van cobrando poco a poco a través del mercado. Una vez pagado el "rescate", habría plena libertad para fabricar los genéricos de medicamento "rescatado" y, por tanto, para que se activaran los eficientes mecanismos de la competencia. Obviamente, el verdadero problema de esta propuesta es cómo financiarla. Sin embargo, con voluntad política se pueden imaginar soluciones. Probablemente, 10.000 millones de dólares anuales servirían para comenzar. Una cifra importante, pero que equivale sólo al 0,02% del PIB mundial.

Se podría establecer algún tipo de impuesto mundial para financiar este Fondo. ¿No sería esta propuesta un buen motivo para empezar a caminar por la senda de un sistema fiscal global? Si se ha globalizado casi todo, desde los mercados financieros hasta el comercio, pasando por las empresas, ¿por qué no pensar en globalizar también la financiación de los derechos sociales? La disminución de las tensiones entre el Norte y el Sur -por no hablar de la disminución de los resentimientos que causan luego tantas tragedias- sería sin duda significativa.

De hecho, la Iniciativa Mundial contra el Hambre y la Pobreza -lanzada en 2004 por Lula, Chirac, Lagos y Kofi Annan, y a la que se sumaron luego Zapatero y Schröder- acabó proponiendo un mecanismo de financiación que tiene ya cierto aspecto de impuesto global: una tasa sobre los billetes de avión. En el marco de esta misma Iniciativa, el Informe Landau sobre Las nuevas contribuciones financieras internacionales proponía -ya en 2003- hasta una decena de posibles impuestos globales, en base a los cuales organizar un embrionario régimen tributario internacional.

Un Fondo Mundial de Rescate de Patentes o algo similar, más allá de cual sea su mecanismo de financiación, merece ser considerado seriamente. Se ajusta plenamente a los Objetivos del Milenio. ¿Qué debería impedir un consenso global entorno a una idea de este tipo? Las fuerzas y movimientos progresistas de todo el mundo harían bien en liderarla. Los neoliberales no tienen nada que oponer a ella. Probablemente, habría que empezar por conocer la opinión de las propias multinacionales farmacéuticas.

Se dice que a las fuerzas progresistas del mundo -de izquierda y centro-izquierda- la globalización las ha pillado de traspié, sin ideas que las distingan verdaderamente de las fuerzas conservadoras. Para desmentirlo, nada mejor que hacer propuestas audaces y ofrecerlas a propios y a extraños. Audaces no porque sí, sino porque la globalización es, en sí misma, un proceso audaz, que plantea retos desafiantes. La propuesta de un Fondo Mundial financiado con un impuesto global -que garantice una financiación suficiente, previsible y estable del mismo- puede parecernos audaz. Pero lo que hoy nos parece audaz, a nuestros nietos, probablemente, les parecerá simplemente una obviedad.

Las empresas farmacéuticas tienen necesidad de financiar una investigación cara, muy cara. Pero no debemos cargar esos costes sobre una población para la cual la disminución de los precios de la salud es absolutamente vital. Permítasenos acabar con una reflexión que uno de nosotros escribió para otra ocasión: "Siempre he creído que el beneficio que las ideologías empresariales o sociales, de derechas o de izquierdas, confieren a sus adeptos consiste en el ahorro de combustible mental que suponen y en el paraguas moral que regalan. Y que los ciudadanos pagan los costes de esos dos beneficios".

Pasqual Maragall i Mira es ex presidente de la Generalitat de Cataluña. Toni Comín i Oliveres es diputado del Parlamento de Cataluña (PSC-CpC).

Enlace al artículo en formato PDF, de la edición impresa de EL PAIS.