
Nuestros obispos no tienen el número de teléfono del Espíritu Santo: no tienen, por más que se empeñen, el monopolio de la interpretación de la moral natural. Aparentar que una posición particular tiene conexión directa con la revelación rallaría, simple y llanamente, la herejía. Lo cristiano es desentrañar esta moral natural entre todos los creyentes, deliberativa-mente.
Imagino muchos cristianos españoles preguntándose hoy qué es “más cristiano”: ¿un proyecto político al servicio de la igualdad de oportunidades real u otro que consolide los mecanismos de creación simultánea de elites y de excluidos?, ¿la solidaridad social y económica con los más débiles o el culto al enriquecimiento individual?, ¿la lucha por el desarrollo de los países del Sur o el turbocapitalismo neoliberal?
La misma pregunta vale en materia de derechos civiles. Son muchos los cristianos progresistas que han apoyado el matrimonio gay no por progresistas, sino por cristianos. Porque entienden que vedar el matrimonio civil a los homosexuales era una injustificable discriminación por motivos de orientación sexual. Y nada más cristiano que luchar contra cualquier forma de discriminación, sea cuál sea su causa.
El problema fundamental de muchos cristianos progresistas es que nuestros obispos no nos representan. A diferencia de otras Iglesias cristianas, la católica no es, en absoluto, una institución democrática, cosa que no tiene ninguna justificación teológica. En los inicios del cristianismo, los obispos eran elegidos por su comunidad. “Ningún obispo impuesto” escribió el papa y santo Celestino I.
Como la cúpula de la Iglesia católica monopoliza su representación pública, la sociedad puede acabar pensando que la Iglesia empieza y acaba con ellos. Para evitarlo, es básico que los sectores progresistas del catolicismo tengan también presencia pública. Para conseguirlo, sin duda lo mejor sería democratizar las estructuras de poder de la Iglesia, para que nuestros obispos fueran ideológicamente plurales, tal como los fieles que supuestamente representan. Los cristianos queremos votar cristianamente, pero no solamente fuera de la Iglesia, sino también dentro de ella.
Ante el escoramiento ultraconservador de nuestra jerarquía, la reacción de una parte de nuestra sociedad es rechazar la intervención pública de las religiones. Pero sería una mala solución. Dos errores son muy comunes a la hora de abordar este asunto. Tan grave es cuestionar la autonomía de los poderes democráticos y su legitimidad para dictar las normas comunes de convivencia, como relegar la religión al espacio privado.

El neoconfesonalismo pretende que la religión ejerza su papel público desde la alianza con el poder político. El laicismo –distinto de la laicidad- pretende impedir que las religiones se expresen públicamente. Pero en democracia la religión no debe ser considerada sólo un asunto privado, lo cual no significa que deba vulnerarse la estricta separación entre el Estado y las distintas confesiones. El lugar de la religión, en tanto que hecho público, es la sociedad civil: la esfera de las organizaciones particulares, basadas la libre adhesión de sus miembros, pero con vocación pública.
En cualquier caso, si algún problema sigue teniendo España, hoy, no es tanto de laicismo como de laicidad insuficiente. Quizás haya tentaciones laicistas en algunos sectores de la izquierda española. Pero más grave es que una determinada Iglesia pretenda mantener sus privilegios en el sistema fiscal o en la educación. No sólo es poco acorde con nuestro ordenamiento constitucional, sino sobre todo poco cristiano. Los católicos deberíamos ser los primeros en exigir el fin de nuestras ventajas injustificadas.
Viendo la actual polémica, uno se acuerda de Mateo 25: a los que dieron de beber al sediento, de comer al hambriento y de vestir al desnudo -dice allí- Cristo los salvará; a los que pasaron de largo, los condenará. ¡Que Dios los coja confesados!