La Conferencia de Annápolis celebrada a finales de noviembre, bajo el auspicio de los Estados Unidos, ha permitido recuperar unas ciertas expectativas optimistas sobre la posibilidad de que Palestina e Israel alcancen, por fin, un acuerdo definitivo que ponga fin a casi sesenta años de conflicto. La posterior Conferencia de donantes, en París, a mediados de diciembre, pareció confirmar estos augurios positivos. Sin embargo, más allá de que las esperanzas sobre la factibilidad de una nueva “hoja de ruta” sean más o menos fundadas, hay un principio en la tragedia de Oriente Medio que la realidad impondrá una y otra vez de manera tozuda: la paz sólo puede ser duradera si es una paz mínimamente justa.
Probablemente, para entender qué cosa sea una paz justa en Palestina, vuelva a ser necesario hacer un repaso histórico de cómo se ha llegado hasta la situación actual. Cuando la ONU, en 1947, propuso el plan de partición de la Palestina histórica, en aquel momento bajo mandato británico -una tierra a la cual, no lo olvidemos, los británicos habían llegado hacía a penas tres décadas-, dibujó un mapa con un Estado judío con el 55% del territorio y un Estado árabe con el 45%. El año 1948 los judíos proclamaron de forma unilateral el Estado de Israel, a lo cual siguió una ofensiva militar de los países árabes vecinos (Egipto, Siria y Jordania). El resultado de esta primera guerra árabe-israelí es de todos conocido: el ejército judío acabó ocupando hasta un 78% de la Palestina histórica, hasta la llamada green line (que partía la ciudad de Jerusalén por la mitad), dejando a los árabes reducidos al 22% de su antiguo territorio. Y más de 700.000 palestinos procedentes de la parte ocupada por Israel pasaron a ser refugiados, instalados en campos levantados en Siria, Líbano, Jordania o el 22% en manos árabes (la tierra que hoy conocemos como Cisjordania, en aquel momento bajo soberanía y administración jordana, a falta de un Estado palestino independiente, más la franja de Gaza).
Probablemente, para entender qué cosa sea una paz justa en Palestina, vuelva a ser necesario hacer un repaso histórico de cómo se ha llegado hasta la situación actual. Cuando la ONU, en 1947, propuso el plan de partición de la Palestina histórica, en aquel momento bajo mandato británico -una tierra a la cual, no lo olvidemos, los británicos habían llegado hacía a penas tres décadas-, dibujó un mapa con un Estado judío con el 55% del territorio y un Estado árabe con el 45%. El año 1948 los judíos proclamaron de forma unilateral el Estado de Israel, a lo cual siguió una ofensiva militar de los países árabes vecinos (Egipto, Siria y Jordania). El resultado de esta primera guerra árabe-israelí es de todos conocido: el ejército judío acabó ocupando hasta un 78% de la Palestina histórica, hasta la llamada green line (que partía la ciudad de Jerusalén por la mitad), dejando a los árabes reducidos al 22% de su antiguo territorio. Y más de 700.000 palestinos procedentes de la parte ocupada por Israel pasaron a ser refugiados, instalados en campos levantados en Siria, Líbano, Jordania o el 22% en manos árabes (la tierra que hoy conocemos como Cisjordania, en aquel momento bajo soberanía y administración jordana, a falta de un Estado palestino independiente, más la franja de Gaza).
En 1967 los países árabes vecinos decidieron atacar nuevamente a Israel. Fue la célebre Guerra de los Seis Días, un fiasco militar para los árabes, cuya consecuencia fue la ocupación por parte de Israel del 100% de la Palestina histórica. A raíz de esta segunda guerra árabe-israelí, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó su no menos célebre Resolución 242, en la que ordenaba al ejército israelí a retirarse hasta la green line, es decir, hasta la línea de armisticio del año 49. Se trataba de una resolución altamente polémica, porque instaba a las dos partes en conflicto a conseguir una paz basada en la idea de dos Estados vecinos e independientes, pero no hacía referencia al plan de partición de 1947 y en cambio sí hablaba del status quo territorial instaurado a partir de 1949. Hasta cierto punto podía interpretarse que la ONU se rectificaba a sí misma, en un asunto tan trascendental como era el de los límites de un Estado creado por el propio Consejo de Seguridad: de una propuesta inicial (la Resolución 141, de 1947) que proponía una distribución de 55% - 45%, veinte años después se pasaba a legitimar ambiguamente (en la Resolución 242, de 1967) un nuevo reparto de 78% - 22%.
Aun así, a día de hoy todavía es hora que Israel cumpla esta resolución. Naciones Unidas le dio la cobertura jurídica y política para nacer como Estado y, sin embargo, Israel es incapaz de acatar las obligaciones que le impone esta organización que representa la comunidad internacional y sin la cual, simplemente, no hubiera podido existir.
Estamos ante un caso indiscutible de ocupación militar ilegal: un ejército extranjero ocupa, contra lo que dictamina el derecho internacional, una tierra que no le pertenece. Por esto, una paz justa en Palestina pasa, de entrada y sin duda, por la retirada del ejército israelí de Cisjordania y de Jerusalén Este. Esta debe ser la base primera, el punto de partida, de todo acuerdo aceptable y duradero. Seguiremos.
Publicado en la revista El Ciervo
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