12 de febrer, 2008

Paz justa en Palestina (2)

La segunda quincena de enero ha traído la mayor ofensiva militar israelí en Gaza, desde que en 2005 el ejército hebreo se retiró de la franja, tras 38 años de ocupación. Si en la “Vuelta” de enero exponíamos nuestras dudas sobre las posibilidades de éxito del proceso de Anápolis, un mes después, la agresión israelí -unido al cierre de fronteras, con el riesgo de crisis humanitaria que éste conlleva- parece alimentar las peores expectativas. ¿Si el gobierno israelí tuviera verdadero interés en las negociaciones con el gobierno de Abbás, entraría a sangre y fuego en territorio palestino, por mucho que sea la parte bajo control de Hamás? Israel no tardó ni diez días, desde que Bush se fue de Jerusalén, en poner en grave riesgo el proceso de paz.

Olmert, primer ministro, y Ehud Barak, hoy ministro de Defensa, argumentan que desde Gaza, los milicianos de Hamás y de Jihad ponen en riesgo la seguridad de Israel con el lanzamiento diario de decenas de cohetes kassam. Durante la tercera semana de enero, en Sderot, en el sur de Israel, impactaron unos ciento veinte cohetes disparados desde la franja, sin causar ninguna víctima mortal. En el mismo período, los soldados israelíes mataron a 36 personas -no todas ellas, por cierto, milicianos palestinos-. ¿Una vida humana por cada cuatro cohetes? ¿Puede el mundo civilizado aceptar algo así sin inmutarse? ¿Puede la sociedad europea observar esta situación de manera impasible, sin hacer nada?

Cuando los palestinos, con Arafat a la cabeza, reconocieron el derecho a la existencia de Israel dentro de unas fronteras seguras, el Estado hebreo perdió toda justificación –si es que alguna vez había tenido alguna- para seguir con la ocupación. Fue en los Acuerdos de Oslo cuando la OLP hizo plenamente efectivo este reconocimiento. Y fue allí donde los israelíes se comprometieron a un proceso de desocupación progresiva. La causa de Oslo había sido la primera Intifada, que consiguió sensibilizar la opinión pública mundial sobre el drama palestino. Su consecuencia fue un inicio de retirada, pero que a la hora de la verdad sólo dio lugar a un Estado palestino imposible: una serie de bantustanes aislados, que en realidad no sirvieron más que para consolidar el régimen de apartheid que el ocupante había instaurado en Cisjordania y Gaza desde 1965.

Oslo había dejado en el aire las tres cuestiones fundamentales para una paz justa, es decir, una paz duradera: el asunto de los refugiados, la capitalidad de Jerusalén y la delimitación de las fronteras con Israel. En las negociaciones de Camp David, el año 2000, durante los últimos días de la presidencia de Clinton, Arafat rechazó la propuesta que le había hecho el entonces primer ministro, Ehud Barak, para cerrar estos tres asuntos y alcanzar una paz definitiva. Barak, el mismo hombre que desde hace meses ordena asesinatos selectivos de ciudadanos palestinos, milicianos o no, para proteger a su país.

El rechazo de Arafat en Camp David fue muy criticado: el líder palestino apareció a los ojos de la opinión pública mundial como un viejo obstinado que era incapaz de aceptar la “generosa oferta” israelí. Pero la verdad es muy otra. Hay un par de libros que explican cómo la propuesta israelí era completamente inaceptable para los palestinos: Lo que pasó realmente en Camp David (2001), de Akram Hanniyyé y La Rêve brisé, de Charles Enderlin, cuya versión fue confirmada por los protagonistas directos de la negociación.

La consecuencia del fracaso de Camp David fue el colapso completo del proceso de paz iniciado en Oslo. Aunque en verdad, la crisis de Oslo había empezado cinco años antes, con el asesinato del presidente Rabin, su impulsor, a manos de un extremista judío. Toda una premonición. Hoy muchos se preguntan si Israel está dispuesta a dar a Abbas más de lo que ofreció a Arafat en Camp David. Si no es así ¿permitirá el pueblo palestino que su presidente acepte hoy un acuerdo peor -más injusto todavía- que aquél que Arafat rechazó el año 2000?



Publicado en el número de febrero de la revista El Ciervo