Bellezas del destino. La “Vuelta” del mes pasado iniciaba una serie de artículos sobre las posibilidades de hacer avanzar la organización territorial de España en un sentido federal. ¿Hasta dónde podría llegar un desarrollo federal de nuestra actual Constitución? ¿Un Estado plenamente federal requeriría una reforma constitucional, tal y como parece corroborar el tortuoso episodio del Estatut? Éstas y otras eran las preguntas que nos disponíamos a intentar responder este mes y los siguientes.
Pero la vida nos interrumpe a menudo los planes y a veces con hechos de una carga simbólica difícilmente superable. A principios de diciembre moría Jordi Solé Tura, el más federalista de los padres de la Constitución y, para muchos de nosotros, el padre constitucional de referencia. El simbolismo de las casualidades no acaba aquí: la naturaleza quiso que falleciera en la víspera del Día de la Constitución y que lo enterrásemos un 6 de diciembre.
Que Solé Tura fue uno de los padres de la Constitución es la más reconocida de sus contribuciones a nuestra historia colectiva. Pero Jordi fue mucho más que esto: fue un destacado militante comunista, ya fuese en el PSUC o en Bandera Roja, durante la larga noche de la dictadura. Y -no lo olvidemos- ser comunista durante el franquismo quería decir, simple y llanamente, organizar y dirigir el pulso social gracias al cual este país llegó, tarde pero felizmente, al puerto deseado de la democracia, es decir, de la convivencia en paz, en libertad y con una incipiente justicia social. Si Jordi fue en su madurez uno de los protagonistas de la Transición, es porque desde su juventud se dedicó a la lucha clandestina, sin reparar en los precios a pagar.
En esta lucha, su amigo, en lo personal y en lo político, fue Alfonso Comín. Quien mejor que el propio Solé Tura para contárnoslos. En sus memorias, cuatrocientas páginas que llevan por título Una historia optimista, escribe: “Entre la gente que conocí entonces [corría el año 1959] me impresionó especialmente Alfonso Carlos Comín. Nunca había encontrado una persona como él, capaz de vivir con tanta intensidad su fe cristiana y alejarse, a un tiempo, de una Iglesia que estaba casi en exclusiva al servicio del franquismo. Tampoco había encontrado una dedicación personal tan intensa a la causa de los perseguidos, de los pobres y de los vencidos en nombre de una visión del mundo que hacía compatible la fe cristiana con el marxismo. (…) Alfonso era un personaje especial, una especie de redentor lleno de energía que había elegido un camino de lucha y sabías que, con toda seguridad, lo seguiría hasta el final. Sentí por él inmediatamente un gran afecto personal y nuestro encuentro, hecho de conversaciones, de intercambio de ideas y de sentimientos compartidos fue el inicio de una relación profunda que continuó intacta hasta el momento doloroso de su muerte.”
Y dice más adelante, situado diez años después: “Aquellos meses [de 1969] de cárcel y de incertidumbre fueron, pues, una experiencia bien amarga, pero también me enseñaron cosas nuevas y me ratificaron en cosas ya sabidas. Allí encontré, de entrada, a mi amigo Alfonso Comín y todo su grupo de cristianos de izquierda, detenidos en una reunión con la viuda de Mounier. Coincidir con Alfonso y sus compañeros en aquél edificio sórdido y en aquellas circunstancias fue, para mi, como una ventada abierta a la luz y al aire fresco. Con Alfonso tuve largas conversaciones cuando nos dejaban coincidir, allí maduramos algunos proyectos de futuro en común y allí se hizo más sólida que nunca nuestra amistad, nuestra estimación mutua.”
En el entierro, su hijo Albert dijo unas preciosas palabras, entre las cuales éstas: “Ya sabéis que en casa no hemos sido nunca creyentes. Pero si existe un cielo, es seguro que mi padre está allí y que ya se ha encontrado con Alfonso Comín, con Miguel Núñez y con Gramsci.” Desde allá nos ayuden, Jordi y Alfonso, a seguir nuestro compromiso con sus causas.
Pero la vida nos interrumpe a menudo los planes y a veces con hechos de una carga simbólica difícilmente superable. A principios de diciembre moría Jordi Solé Tura, el más federalista de los padres de la Constitución y, para muchos de nosotros, el padre constitucional de referencia. El simbolismo de las casualidades no acaba aquí: la naturaleza quiso que falleciera en la víspera del Día de la Constitución y que lo enterrásemos un 6 de diciembre.
Que Solé Tura fue uno de los padres de la Constitución es la más reconocida de sus contribuciones a nuestra historia colectiva. Pero Jordi fue mucho más que esto: fue un destacado militante comunista, ya fuese en el PSUC o en Bandera Roja, durante la larga noche de la dictadura. Y -no lo olvidemos- ser comunista durante el franquismo quería decir, simple y llanamente, organizar y dirigir el pulso social gracias al cual este país llegó, tarde pero felizmente, al puerto deseado de la democracia, es decir, de la convivencia en paz, en libertad y con una incipiente justicia social. Si Jordi fue en su madurez uno de los protagonistas de la Transición, es porque desde su juventud se dedicó a la lucha clandestina, sin reparar en los precios a pagar.
En esta lucha, su amigo, en lo personal y en lo político, fue Alfonso Comín. Quien mejor que el propio Solé Tura para contárnoslos. En sus memorias, cuatrocientas páginas que llevan por título Una historia optimista, escribe: “Entre la gente que conocí entonces [corría el año 1959] me impresionó especialmente Alfonso Carlos Comín. Nunca había encontrado una persona como él, capaz de vivir con tanta intensidad su fe cristiana y alejarse, a un tiempo, de una Iglesia que estaba casi en exclusiva al servicio del franquismo. Tampoco había encontrado una dedicación personal tan intensa a la causa de los perseguidos, de los pobres y de los vencidos en nombre de una visión del mundo que hacía compatible la fe cristiana con el marxismo. (…) Alfonso era un personaje especial, una especie de redentor lleno de energía que había elegido un camino de lucha y sabías que, con toda seguridad, lo seguiría hasta el final. Sentí por él inmediatamente un gran afecto personal y nuestro encuentro, hecho de conversaciones, de intercambio de ideas y de sentimientos compartidos fue el inicio de una relación profunda que continuó intacta hasta el momento doloroso de su muerte.”
Y dice más adelante, situado diez años después: “Aquellos meses [de 1969] de cárcel y de incertidumbre fueron, pues, una experiencia bien amarga, pero también me enseñaron cosas nuevas y me ratificaron en cosas ya sabidas. Allí encontré, de entrada, a mi amigo Alfonso Comín y todo su grupo de cristianos de izquierda, detenidos en una reunión con la viuda de Mounier. Coincidir con Alfonso y sus compañeros en aquél edificio sórdido y en aquellas circunstancias fue, para mi, como una ventada abierta a la luz y al aire fresco. Con Alfonso tuve largas conversaciones cuando nos dejaban coincidir, allí maduramos algunos proyectos de futuro en común y allí se hizo más sólida que nunca nuestra amistad, nuestra estimación mutua.”
En el entierro, su hijo Albert dijo unas preciosas palabras, entre las cuales éstas: “Ya sabéis que en casa no hemos sido nunca creyentes. Pero si existe un cielo, es seguro que mi padre está allí y que ya se ha encontrado con Alfonso Comín, con Miguel Núñez y con Gramsci.” Desde allá nos ayuden, Jordi y Alfonso, a seguir nuestro compromiso con sus causas.
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