22 de gener, 2007

En respuesta al reto de López Bulla, sobre las raíces cristianas de Europa (2)

2. Queda claro pues que soy partidario que la UE tenga una inspiración cristiana. Pero, precisamente para ser coherente con las enseñanzas evangélicas, soy partidario de que esta inspiración se demuestre en los hechos, y no soy partidario de que se declare en los textos.

Dicho eso, creo que todos los ciudadanos, independientemente de nuestra adscripción religiosa, debemos defender a capa y espada la laicidad y la no confesionalidad de las instituciones públicas y del Estado. Los cristianos los primeros, puesto que no se puede entender la fe cristiana al margen de la libertad. La buena teología (la de hoy y la de siempre) explica que no se puede creer por obligación, ni siquiera por inercia sociológica. Por lo tanto, los cristianos deberíamos ser los primeros en defender los principios de tolerancia y de libertad religiosa, aun cuando en la historia de Europa la Iglesia (la católica, sobre todo) haya jugado tantas veces el papel contrario, al menos hasta el Concilio Vaticano II.

¿Cómo vamos a hacer una Europa en la que todos los ciudadanos, agnósticos, cristianos, musulmanes, judíos, budistas o hindús, sean de primera si nuestra Constitución intenta proclamar una “identidad cristiana”? ¿Poco cristiano, no te parece, buscar una Europa con ciudadanos de primera y de segunda?

Las guerras de religión del siglo XVII fueron el crisol donde se fraguó el principio de tolerancia. La Iglesia Católica hasta el siglo XX no aceptó plenamente la desconfesionalización de la vida política y la secularización de las sociedades que durante siglos se había acostumbrado a tutelar. Seria una tragedia que los pasos dados durante el Concilio sean retrocedidos ahora de maneta sutil por un Vaticano empeñado en reconfesionalizar el continente. Además, se trata de un ejercicio inútil.

Por esto, angustia ver la posición de determinadas Conferencias Episcopales en torno a determinados debates políticos, como por ejemplo el del matrimonio homosexual. Pero ahí el problema no es sólo de ingerencia del altar en los asuntos del trono, de control de la espada por parte de la cruz, sino de falta de democracia interna en la Iglesia. Que los obispos, más allá de su mera (y legítima) participación en el debate público, intenten marcar la posición de los legisladores en temas que afectan a la moral familiar es triste; pero que en las cúpulas episcopales, en temas como éste, sólo se oiga una voz, siempre conservadora, que para nada corresponde al sentir de una parte importante de las bases católicas, es probablemente más triste todavía.

Por cierto, me juego un paquete de ducados a que en España hay más cristianos favorables al matrimonio homosexual que en contra. (Yo de ti no aceptaría la apuesta, que las encuestas del CIS avalan mi sospecha).