11 de gener, 2007

Pinochet o una parábola para América Latina

Como Pedro y el lobo, el mentiroso más famoso de América Latina exageró tantas veces su enfermedad para librarse de la acción de la justicia que, cuando la muerte de llegó de manera cierta, nadie le hizo caso y pilló al mundo entero por sorpresa. Ironías de la historia: si un anciano de más de 80 años tiene un episodio cardíaco grave, es muy probable que su deceso esté, en efecto, a la puerta de la esquina. Pero este hombre consiguió que no le dieran crédito ni en el momento de su muerte. ¡Hay que ser un genio del engaño para que no te crean ni en el instante de morirte!

Pinochet engañó al general Prats y a Salvador Allende, a los que juró lealtad y obediencia, para dar el golpe del 11 de setiembre de 1973. Aquél acto de traición nubló el horizonte de la izquierda, a lo largo y ancho del mundo, durante décadas. ¿Si en plena guerra fría los EEUU no iban a permitir que el socialismo, como sistema económico, se implantase por la vía democrática, gradual, a través de las urnas, qué esperanza le quedaba a la izquierda no pro-soviética? No en vano, fue de aquél magnicidio de donde vino la apuesta del los comunistas italianos por el compromesso storico.

Pinochet también engañó a los jueces de medio mundo, empezando por unos lords ingleses con peluca cana y acabando por la Corte de Apelaciones chilena, a base de fingir reiteradamente una senilidad que supuestamente le impedía comparecer como acusado ante los tribunales de su querido país. Todos recordamos cómo su simulada invalidez impidió la extradición a España, pero a los pocos días intentaba escarnecer la justicia internacional levantándose provocativamente a su llegada al aeropuerto de Santiago. Luego, una aparente demencia senil le libró de los jueces chilenos: ¡tener que hacerse el loco para esquivar la justicia! No creo que haya otra manera más lamentable, más cobarde, de salvar el tipo.

De hecho, la demencia senil es la más absurda de todas mentiras de la vida de este siniestro personaje. Porque es evidente que Pinochet no alcanzó la locura en su vejez, sino que fue un peligroso demente durante toda su vida. Porque para salvar la libertad del peligro marxista y totalitario (¡Allende, un presidente elegido en las urnas!) instauró una dictadura sanguinaria y organizó una de las cadenas de muerte y tortura más sádicas de la segunda mitad del siglo XX. Su afición al engaño fue tal que inventó un sistema para hacer desaparecer a centenares de torturados con el fin de ocultar para siempre la verdad: los hacía arrojar drogados al océano desde un avión, en una zona densa en tiburones.

Tanta mentira acabó por arruinar incluso el apoyo de los suyos: un buen día se descubrió que durante años se había dedicado a robar metódicamente al Estado del que había sido jefe, con el fin de amasar una discreta fortuna personal de unos cuantos millones de euros, para él y para su familia. A raíz del caso de la Banca Riggs, hasta la derecha chilena le retiró la pleitesía. Lo de Pinochet con la mentira, sin lugar a dudas, era compulsivo.

Es curioso: hay muertos destinados a vivir para siempre en el alma de los hombres, desde el instante mismo su desaparición. Es el caso de Salvador Allende. Hay vivos, en cambio, cuyo destino es desaparecer lo antes posible de la memoria humana que y, sin embargo, parece que no acaben de morir del todo. Porque la muerte de Pinochet no será auténtica hasta que a las víctimas de su dictadura o a sus familiares la justicia les devuelva lo que el tirano les quitó. Los procesos judiciales tienen que continuar en Chile, porque muchos de los presuntos culpables siguen vivos, aunque el tirano haya muerto. Muchos desaparecidos están todavía por localizar y la reconciliación chilena no será definitiva hasta que toda la verdad sobre la represión llegue a sus legítimos depositarios.

Imagino a Fidel Castro, en estos momentos en que una enfermedad quizás irreversible parece acercarle al final de sus días, sonriendo al comparar su final y el del chileno. Sin duda, Cuba no es un modelo para el continente, pero es igual de cierto que la izquierda gobierna en América Latina de manera masiva: el PT de Lula en Brasil, el MAS de Morales en Bolivia, el Frente Amplio de Tabaré en Uruguay, Chaves en Venezuela, Correa en Ecuador, Kirchner en Argentina… América Latina es, hoy, el continente de la izquierda plural.

Y en Chile preside una socialista, Bachelet, miembro del mismo partido de Allende, hija de un ejecutado por la dictadura y ella misma torturada: Pinochet ha tenido que ver cómo la administración política de su muerte quedaba en manos de una de sus víctimas. ¿Qué mejor símbolo de su derrota ante la historia?

Fidel vive la etapa final de su vida cargado de críticas por lo que ha hecho (o, mejor, por lo que no ha hecho) con el socialismo cubano durante las últimas décadas. Pero se va con el respeto de todos y un cierto reconocimiento. Así, América Latina es hoy casi una parábola: la izquierda revolucionaria, hija del siglo XX, sobrevive sus horas postreras, mientras los últimos restos de dictadura fascista, el precio de la guerra fría, desaparecen y una nueva izquierda, democrática, resucita de manera generalizada en el continente, para devolverle la esperanza en este nuevo siglo que empieza.

Publicado en la revista El Ciervo (enero 2007)